Lo primero que salta a la vista al repasar los resultados de las elecciones del domingo es la preponderancia de las coaliciones. Se sabía que llegarían, tarde o temprano, desde cuando la reglamentación legal le abrió paso al reconocimiento de colectividades menores, que antes se acomodaban en los grandes partidos tradicionales.
El presidencialismo obligaba a los ciudadanos a asociarse dentro de unos parámetros muy amplios, si querían mantener sus posibilidades de ganar. Dividirse era perder, como lo experimentaron los conservadores en 1930 y los liberales en 1946.
El fortalecimiento de la democracia regional y local cambió el sistema. Ya el Presidente de la República no nombra directamente a los gobernadores ni éstos a los alcaldes, como en el pasado. Los electores locales se empoderan y tanto los temas como las personalidades descollantes en departamentos y municipios encuentran caminos distintos del nombramiento de su superior para llegar al poder. Local apenas, pero de todas maneras poder.
Esa mezcla de redistribución del poder y de multiplicación de los partidos, conduce, inevitablemente a las coaliciones en todos los niveles, sobre todo si se combinan con el abstencionismo. Aunque sea pequeño, el grupo de seguidores de un partido tiene la posibilidad de obtener su porción de influencia, aliándose con sus semejantes para formar mayorías o uniéndose a un partido mayor para completarlas.
Lo vimos este domingo. En prácticamente todos los departamentos, los gobernadores electos ganaron en coaliciones. Igual en las ciudades capitales y en los municipios.
Los grandes partidos son cada vez menos grandes y la tendencia coalicionista nadie la detiene.
Lo cual plantea unos interrogantes de fondo. Si se forman coaliciones aumenta la cantidad de aspirantes y para ganar basta tener más votos que los demás, los cargos quedan asignados a candidatos minoritarios dentro del conjunto de la votación y, por supuesto, muy minoritarios frente al total de los ciudadanos habilitados para votar.
Lo vemos al repasar las cifras. Si un candidato gana con, supongamos, el 40% de los votos y la abstención es del 50 por ciento, en realidad resulta escogido por el 20% del electorado. Es decir por uno de cada cinco ciudadanos con derecho a votar. Triunfó y, desde luego, su título es legítimo respetable y puede ejercer la plenitud de las funciones que la Constitución y la ley le asignan. Pero sería mejor para la democracia que su representatividad fuera mayor y su elección la respaldara un mandato popular más amplio.
Lo cual nos lleva a plantear un tema electoral recurrente, que estamos en mora de resolver cuanto antes, y estos períodos posteriores a unas votaciones parecen los más propicios: ¿para la democracia colombiana es conveniente establecer la doble vuelta, en donde se decida entre los dos candidatos que hayan obtenido mayor votación en la primera?
El sistema ya se aplica en las elecciones presidenciales. Sería cuestión de extenderlo a las de gobernadores y de una vez a los alcaldes.
Así las mayorías que eligen no serían tan minoritarias frente al total de la ciudadanía.