En medio del convulso clima social y laboral que está atravesando el país por cuenta de varios paros cívicos, el cese de actividades de los profesores oficiales, la anunciada protesta de los empleados de la rama judicial, las presiones de los funcionarios públicos para un mayor reajuste salarial, así como las amenazas de sectores como los de los taxistas, camioneros y hasta de las llamadas “dignidades campesinas” de acudir a las vías de hecho para que se cumplan sus distintas exigencias, hay tres circunstancias que el país tiene que analizar con detenimiento y cabeza fría.
En primer lugar debe entenderse que el momentum económico es bastante delicado. El Producto Interno Bruto (PIB) creció apenas un 1,1 por ciento en el primer trimestre, sin duda un resultado pobrísimo para un país que años atrás aseguraba que sólo poniéndose por encima del 5 por ciento se podía pensar en una mejora sustancial del aparato productivo nacional y el consecuente beneficio para todos los sectores poblacionales. Aunque las finanzas oficiales se mantienen potables, es indudable que los déficit fiscal y de cuenta corriente preocupan sustancialmente. La balanza comercial ha mejorado, la inflación sigue bajando y aumentó el recaudo tributario, pero las esperanzas que se tenían en que el barril de petróleo se mantuviera por encima de los 50 dólares se están difuminando. Los indicadores de la industria, comercio, consumo y construcción, todos sectores intensivos en mano de obra y dinamismo productivo, son muy deficientes. Hay un clima de pesimismo marcado, el desempleo no baja significativamente y el coletazo de la reforma tributaria sobre el poder adquisitivo de los colombianos fue más gravoso del inicialmente pronosticado. Incluso se requieren con urgencia los recursos de la adición presupuestal por 8,5 billones de pesos -sólo falta el visto bueno de la plenaria del Senado- para garantizar la continuidad de programas sociales como Familias en Acción, el régimen de salud, el programa de alimentación escolar, así como subsidios rurales y eléctricos.
Toda reclamación al Gobierno debe tener en cuenta ese difícil escenario, por más justas que puedan llegar a ser algunas de las peticiones de los sectores oficiales y privados. El “no hay plata” no es, pues, una simple y táctica postura de negociación del Gobierno ante los sindicatos del sector oficial ni los líderes de los paros cívicos como los de Quibdó -ya levantado- o el de Buenaventura, sino una realidad que no puede soslayarse mediante cesiones populistas del Ejecutivo para lograr el cese de las protestas, a sabiendas de que pone en riesgo la viabilidad financiera del Estado y amenaza claramente con violar la Regla Fiscal, que es la garantía principal de la estabilidad de la economía colombiana. Hay que entender que las negociaciones en medio de este agitado clima laboral y social tienen un límite impasable y ya se está llegando al mismo por la misma estrechez de recursos, más aún cuando la implementación y aplicación del acuerdo de paz con las Farc y el arranque de las políticas del posconflicto han empezado a demandar ingentes partidas presupuestales.
En segundo lugar, parecería claro que Colombia está en mora de analizar a fondo el tamaño del Estado y entender que con un crecimiento por debajo del 2 por ciento (en el mejor de los casos) es necesario abocar una estrategia urgente de reducción del gasto público. No hay otra alternativa al estar cerrada la puerta facilista de acudir a la creación de más impuestos, pues apenas hace cinco meses que entró en rigor el último apretón tributario y -como se dijo- su coletazo ha sido supremamente fuerte en el arranque de este 2017. Habrá quienes consideren que hay margen para un mayor endeudamiento, pero las propias calificadoras de riesgo y no pocos analistas han advertido que el mercado de capitales a nivel nacional e internacional es muy incierto y voluble, haciendo muy riesgoso acudir a nuevos empréstitos o a utilizar los cupos abiertos que tiene el país en varios entes financieros multilaterales.
En ese recorte de gasto público, no sólo debe entenderse que el Estado colombiano ha ido creciendo en tamaño y costo burocrático en los últimos años, sino que amenaza con seguir por la misma vía por cuanta de la institucionalidad nueva o ampliada derivada de la aplicación del acuerdo de paz. Es necesario, entonces, adelgazar el aparato estatal, como también acelerar la depuración de la estructura de subsidios directos y cruzados en un país en donde al año se destinan más de 70 billones de pesos a estos rubros, en una política que algunos expertos han tachado ya de peligrosamente asistencialista y paternalista. Una política, como si fuera poco, con múltiples falencias que llevan a que las ayudas oficiales, directas o indirectas, terminen en nichos poblacionales que por su nivel de ingresos y capital no deben recibirlas.
Y, por último pero no menos importante, no se puede esconder que detrás de este pico de paros y amenazas de protestas, por motivaciones muy distintas, unas con reclamaciones justificadas, y otras no tanto, hay una coincidencia: la debilidad política del gobierno del presidente Santos. Debilidad que se constata no sólo en los bajísimos rubros de aprobación en las encuestas, sino en los altos porcentajes de descalificación de la gestión del Ejecutivo, como también en la forma en que se raja de forma casi generalizada todo el gabinete. Sería ingenuo negar que muchos sectores perciben al Ejecutivo muy desgastado, con una coalición de apoyo político que se desintegra rápidamente, complicado a cual más con la implementación de un proceso de paz muy impopular y, como si fuera poco, con una campaña electoral para Congreso y Presidencia que pareciera va a tener a la Casa de Nariño como su principal blanco de críticas y propuestas de cambio.
Como se ve, el agitado clima social y político que se vive en Colombia no se puede analizar bajo una sola óptica o reducir sus implicaciones al simple juego de lo que piden quienes protestan y lo que el Gobierno puede dar. Hay un trasfondo más complejo que no se puede pasar por alto. Hacerlo simple y llanamente agravaría una coyuntura ya de por sí crítica.