La salud no es la única víctima de la pandemia que azota al mundo. La primera sí, pero no tiene la exclusividad. Los efectos repercuten en toda la organización social, revolcando el esquema clásico de derechos, entre los cuales las sociedades llevan siglos tratando de proteger a sus miembros y regular su comportamiento ante los demás y ante el Estado.
Hasta hace pocas semanas una red de garantías defendía los derechos fundamentales de las personas, rodeándolas de una muralla protectora. Hoy subsiste precariamente, con agujeros que, al multiplicarse, amenazan convertir en ruinas sectores que antes parecían inexpugnables.
La privacidad, por ejemplo, difícilmente encontrará defensores si los datos personales de un individuo se consideran indispensables, necesarios o simplemente útiles para frenar el brote de una infección que se considere potencialmente pandémica. Si antes del coronavirus, el ciudadano era víctima del acoso comercial, como consecuencia de la venta indiscriminada de su información privada ¿cómo será mañana? Ya no sólo lo perseguirán bancos, almacenes, cable operadores, tintorerías, misceláneas y hasta la tienda de la esquina para no hablar de controles gubernamentales y manipulación de información privada con fines políticos. ¿Se imaginan la venta de perfiles médicos? Los dueños de la información terminan sabiendo más de uno, que uno mismo. Desaparece el derecho a la intimidad, la libertad pasa a ser una ilusión y se entra al universo perverso de no saber quién tiene el control.
¿Imposible que se llegue a esos extremos? Difícil pero no imposible. ¿Acaso alguien pensaba que un microorganismo podía dejar congelados en tierra a todos los aviones de todas las compañías de todos los países del mundo?
Algo semejante ocurre con el derecho de locomoción. En una pandemia es vital -literalmente vital- disminuir el contagio. La expansión del mal se extiende al menor descuido y contamina hasta los sitios más remotos. Se controla el contagio y la velocidad de la infección queda sustancialmente reducida, como lo prueba la experiencia de pandemias anteriores, desde la plaga de Justiniano hasta el H1N1, pasando por la terrorífica peste negra que asoló Europa.
La medida obvia es la reclusión en las casas pues baja sustancialmente la posibilidad de contagio. Pero el derecho a la libre circulación, valorado siempre como una expresión básica de la libertad individual, también se queda encerrado en casa.
La efectividad de esta clase de medidas depende de la decisión de los gobiernos que se arriesguen a desafiar la impopularidad que puede acarrearle esa decisión valiente y de la disciplina de la gente para cumplir las órdenes. ¿Y el derecho de locomoción? Seguirá encerrado en la casa hasta que se cumplan los plazos de la cuarentena.
Hay un recorte de derechos individuales que se justifica por su conveniencia para la sociedad entera. En teoría nadie lo discute, pero las sociedades contemporáneas no están acostumbradas al sufrimiento que les pueden causar unas medidas de este tipo, aunque se demuestre su urgencia y los beneficios sean evidentes.
La lista de los derechos individuales afectados es interminable.
Es una pandemia difícil de combatir. No es fácil pedirle a una sociedad de consumo que no consuma ni a una sociedad que sueña con un Estado de bienestar que acepte sacrificios.