Lo que hay detrás de una estatua | El Nuevo Siglo
Domingo, 20 de Septiembre de 2020

La caverna del racismo

* Un atentado contra el mestizaje

 

Decía con acierto el Libertador que somos una raza intermedia de europeos, aborígenes y africanos. Es de ahí, ciertamente, de donde proviene una de las grandes fortalezas colombianas: su mestizaje. No existe prácticamente familia alguna en el país que no sea producto de esa característica evidente. Y es ese factor racial evolutivo, precisamente, el que ha permitido avanzar y generar una identidad con peso específico, aunque esa característica primordial no suela exaltarse por la distorsión en el significado de lo colombiano.

En efecto, es aquella una distorsión de la que se hace gala en el ámbito internacional, incluso con desenfreno e irresponsabilidad, a raíz de ciertos emblemas inamovibles que van, por ejemplo, desde el protagonismo terrorífico e insistente de Pablo Escobar, en cuanta película o serie que busca réditos y audiencia a cualquier precio, a la reiteración interminable en torno del guerrillerismo anacrónico con los mismos propósitos de dramatismo fílmico. En suma, un ambiente mediático adverso. Pero ante todo una extravagancia de las identidades.

Por supuesto, no podría desconocerse que son estas circunstancias trágicas acaecidas a lo largo de los últimos tiempos. Pero de ahí a que aquel sea el elemento sustancial por medio del cual pueda definirse a la nación colombiana, hay mucho trecho. El propósito político, por demás, ha sido la superación de las situaciones desfavorables. No creemos, por tanto, que seamos “un país de cafres”, como decía Darío Echandía, aún si algunos pudieran concluirlo así de la barbarie y el vandalismo reciente en todos los ámbitos, rurales y urbanos, desde el asesinato de los llamados líderes sociales a las recientes asonadas contra la Policía, tras los abusos criminales de cinco de sus 160.000 integrantes. Muchos han sido los esfuerzos, inclusive contradictorios, para superar tantas materias nocivas a través de las décadas. Pero lo que nunca puede ponerse en tela de juicio es la vocación de futuro de una raza que, en su trayecto acumulativo, ha logrado asentarse como una expresión latinoamericana con sus coincidencias y diferencias.

En consecuencia, el valor de la mezcla racial es uno de los elementos cardinales en el balance de la nación colombiana a lo largo de su historia y hacia el futuro. Desconocerlo o intentar retrotraerlo, no solo es un despropósito, sino un atentado discriminatorio. Decimos esto a raíz del derribo de la estatua de uno de los conquistadores españoles emblemáticos, en Popayán, a la moda tardía de lo que sucedió hace unos meses en otras partes del mundo. La historia es, naturalmente, un escenario que invita al debate y a la formulación de juicios de valor. Y si ese es el caso faltaría más que la discusión se adelantara a partir de recurrir al tropel. Nada peor, entonces, que refugiarse en ese refranero del siglo XIX de que “los pueblos sin historia son pueblos felices”. Por demás, la historia no suele defenderse por sí sola.  

A nuestro juicio, el “atentado” contra la dicha estatua fue, pues, un acto contra el mestizaje colombiano. Es decir, contra la evidencia cotidiana y fructífera de que aquí prevalece la interacción de las razas desde hace siglos, inclusive desde la misma aparición de América en el mapamundi, sin las prevenciones que ahora se pretenden extemporáneamente. Y cuando se vuelva a erigir la estatua, en el término de la distancia, será ella con más veras un indicio renovado de esta característica mestiza auspiciosa del devenir colombiano. Como lo son, también, los maravillosos monumentos de la Gaitana (en sí una protesta), en Neiva, o de la India Catalina, en Cartagena.

No por ello, sin embargo, hay que dejar de decir, efectivamente, que falta una mayor apropiación nacional de la variante cultural indígena, además como expresión del mestizaje antedicho. Para nosotros, por ejemplo, es incomprensible que en una avenida llamada nada menos que el Dorado, en la ruta de bienvenida a la capital, el par de estatuas del área arqueológica de San Agustín estén arrinconadas y puestas con un cierto dejo de incomodidad a la vera del viaducto, además cerca de un túnel de la calle 26. Por el contrario, toda la avenida podría estar engalanada bajo este signo indígena bien estructurado. Una iniciativa de la Alcaldía en ese sentido no dejaría de ser una buena alternativa para revivificar el encuentro de las culturas de dónde provenimos. No solo como símbolo, sino como manifestación de los aspectos extraordinarios e irrepetibles de las culturas milenarias que en no poca proporción todavía perviven en el país o dejaron un legado inconmensurable. Aún más, también nos resulta incomprensible que los asuntos sociales indígenas estén relegados por allá en una oficinita del Ministerio del Interior, sin la relevancia del caso. Y todavía igual de incomprensible nos resulta que las culturas aborígenes, la gran mayoría pacíficas, nunca hayan tenido una representación en el gabinete como en cambio sí otras plausibles del ámbito colombiano.

La conquista española promovió, en buena medida, el mestizaje pese a las pretensiones en contrario, tanto de algunas autoridades hispánicas centrales como de ciertas tribus nativas. Por fortuna, ambas fracasaron. Sea el momento de exaltar el aggiornamento racial y cultural. Lo demás es la caverna, provenga de donde proviniere.