Adentrarse en los culuncos es rememorar los días en que los Yumbos o los Incas recorrían la enorme distancia que separa a Maquipucuna de Yunguilla para realizar el trueque de sus productos y, con el correr de los años, su desaparición de la zona.
Eran diez horas de camino que se extendían por días a causa de la carga que llevaban y en los que el consumir alimentación en descomposición, los enfermaba y algunos morían.
“Cocinaban en el camino y cuando regresaban comían lo que habían dejado y esa comida dañada les producía mal de estómago y algunos no lo resistían”, recuerda Anselmo, el custodio de la Mano Amiga o Maquipucuna, una de las reservas que está a algo más de tres horas de Quito, por una carretera en magníficas condiciones y que lleva al turista de los 2.800 metros sobre el nivel del mar a los que está ubicada la capital ecuatoriana, a los 1.300 en donde se encuentra el puente de entrada a las 10 mil hectáreas de bosque, en los que habitan avenas, insectos, osos andinos pumas y otras especies que hoy se encuentran en vía de extinción.
Por los culuncos o zanjas que se fueron formando por el andar de los nativos, se realizan caminatas ecológicas, en la reserva de Maquipucuna o en el Centro de Turismo Comunitario de Yunguilla, nombre quechua que traducido al español significa Montaña Caliente, pero cuyo recorrido, realizado por los Yumbos y los Incas, nadie se ha atrevido a hacer.
Las diez horas de camino por las zanjas o culuncos, por entre montañas, con subidas y bajadas pendientes, solo resultaron atractivas para dos voluntarios ingleses que decidieron recorrerlas en sentido contrario, es decir iniciando en Yunguilla, que está localizada a solo 45 minutos del norte de Quito, y la Mano Amiga o Maquipucuna, pero finalmente no lo hicieron.
“Uno de los muchachos cortó una hoja de guanto, también conocida como ayahuasca o, en pocas palabras como la mata de la que se extrae la escopolamina y la puso en agua la noche anterior, al día siguiente tomó de esa agua y le dio a su compañero. Cuando iban en el carro, camino a iniciar el trayecto de 10 horas, les surtió efecto el alucinógeno y cuentan los que los vieron que era tal el desespero que se querían lanzar del carro en movimiento. Uno estuvo hospitalizado varios días y al final no cumplieron con su objetivo”, recuerda Anselmo mientras camina por entre el creciente bosque.
Pero no es la única historia que se cuenta de esta reserva en la que una voluntaria norteamericana, Nancy Miorelli está dedicada a estudiar insectos o, en donde un francés con su compañera asiática se levantan en las mañanas a avistar avenas. No. Hay más.
La principal es que el extenso terreno era propiedad de una compañía española que quebró y que el Banco del Pacífico embargó las 10 mil hectáreas que la componen e inició la construcción de una carretera, “con zanjas en cemento y la idea era pavimentarla” para venderla por lotes y recuperar el dinero que le debían los ibéricos.
Fue entonces cuando Rodrigo Untaneda, que era funcionario de la entidad crediticia decidió vender sus caballos pura sangre y demás bienes y se fue a Estados Unidos en busca de manos amigas que le ayudaran en su propósito de crear una fundación, la misma que hoy tiene a su cargo la reserva que hace parte del corredor del oso de anteojos, ubicada en el corazón del bosque nublado y logró lo que sería la cuota inicial de su proyecto.
“Consiguió ocho millones de sucres, moneda que para ese entonces, 1988, era la del Ecuador. Hoy es el dólar, y con ello compró las primeras tres mil hectáreas”, cuenta Anselmo, un mestizo nacido y criado en la zona.
Luego quiso adquirir una hacienda, pero los hijos del dueño se negaban a venderla. “Un día enfermó y don Rodrigo fue a la clínica a que le firmara los papeles, cuando los hijos se enteraron que la había vendito, los que se querían morir eran ellos”, cuenta Anselmo, el hombre que se sabe al dedillo cada una de las historias de Maquipucuna, o la Mano Amiga y que a donde va lleva sus binoculares y un libro en el que aparecen cada una de las especies que se encuentran en la gigante reserva natural.
Un poco más arriba y a solo 45 minutos de Quito, para los que no quieren ir camino a la costa, está Yunguilla. Allí, a una extensión también cerca a las diez mil hectáreas, 230 personas, integrantes de 50 familias, cuidan el bosque, las aves y del oso andino, cuando aparece, pero a la vez adelantan proyectos productivos.
El 92% de la población trabaja en la reserva. Después de asociarse, compraron una hacienda en donde establecieron una fábrica de queso, otra de mermelada, un centro artesanal y actualmente construyen un restaurante para el deleite de los turistas, en el que ofrecerán platos nativos.
Por ahora, en casas modernas que han ido levantando las familias que habitan en la reserva, ofrecen hospedaje a los turistas y programas de dos días, con caminatas ecológicas, visita al mirador, ubicado a tres mil metros de altura sobre el nivel del mar y desde donde se observa la cadena montañosa que circunda a Quito y los siete volcanes establecidos en esas cordilleras.
Ah, y la Montaña Caliente es en realidad una zona con una temperatura de entre 12 y 23 grados centígrados y forma parte del bosque nublado y desde allí se desarrolla el programa de turismo comunitario, el cual inició en 1995 y que hoy se replica en diferentes provincias ecuatorianas y en otros lugares de Suramérica.
Yunguilla y Maquipucuna, dos lugares llenos de magia, aves, colibríes, mariposas y en donde el aire puro hace que el visitante olvide por completo al resto del mundo.
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