En el momento en que se conocía la última obra sobre el legendario Alvaro Gómez Hurtado, el país se enteraba de la muerte de Don Enrique Gómez, su hermano menor y fiel admirador.
Quien escribe esta nota no pretende ser imparcial (¿quién lo es?) ni posar de objetivio y neutro, sino todo lo contrario, pretendo dar testimonio de mis propias vivencias con el Dr. Enrique, como cariñosamente lo llamamos siempre.
Como muchos de los Gómez, el Dr. Enrique vivió en la arena más social en la que el ser humano pueda estar: la política. Pero, paradójicamente, era tímido, lo bastante como para pasar por antipático y distante. Su timidez, -digo yo-, le permitía escrutar con absoluto tino a su interlocutor. Lo medía, lo observaba, lo analizaba, como quien quiere cerciorarse de saber con quién trata y cual es su cosmovisión.
Perspicaz, analítico, definido, sencillo y extraordinariamente cariñoso, el Dr. Enrique tomaba partido por todo y de todo. Con el ejemplo de su padre y bajo las enseñanzas de su hermano, este “Caballero hidalgo de la política” no daba tregua. Exigía a cada instante razones, contexto, conocimiento y profundidad. También, como no, estética, estilo, belleza.
Lo suyo era la honestidad y la honradez, y la hispanidad y, también el orden, las tradiciones y el respeto por el Estado de Derecho y la autoridad legítima. En eso seguía el libreto familiar y político de su familia y de su partido político, el otrora Partido Conservador. Sin embargo, se apartaba de ellos, de su estilo y de su inmovilidad a la hora de la acción. A diferencia de los suyos, el Dr. Enrique era hombre más pragmático y ejecutor. Al fin de cuentas, la inteligencia y la memoria, decía, debían estar al servicio de la acción pública.
El humor ocupaba un lugar especial en su existencia, siempre y cuando estuviera desprovisto de vulgaridad, de ramplonería. Su vida fue sencilla pero no por eso dejó de analizar las cosas con profundidad y sofisticación. Solía advertir que una persona que no administrara más de 28 mil palabras en su cotidianidad no podía ser considerada “culta”. Solía enseñar que a los políticos les faltaba “Propósito de Estado” y que en la política se cumplía la ley de los gases donde todos los espacios siempre se llenan.
Era afirmativo, pero dialéctico, odiaba los sofismas y denigraba de la superficialidad. Continuamente decía que la gente imbécil era muy buena para decir siempre que “no” y que a nuestros dirigentes les faltaba creatividad y altura.
En suma, el Dr. Enrique fue el último de los de su casta, a quién por desgracia le terminó faltando un interlocutor de talla, de “altura”, que lo controvirtiera, que le permitiera emplearse a fondo, como a Laureano le sucedió con López Pumarejo y Álvaro con López Michelsen.
@rpombocajiao
*Miembro de la Corporación Pensamiento Siglo XXI