La historia de los Estados Unidos de América no había registrado momentos tan difíciles para un presidente de la República, y para la estabilidad del sistema, como ocurre con Donald Trump. Un hombre sin experiencia administrativa, y menos gubernamental -como lo ha demostrado en pocos días desde su toma de posesión-, que carece también de una elemental perspectiva acerca de lo que significa el cargo que desempeña y sobre las graves repercusiones, no solamente nacionales sino mundiales, de las controvertibles y controvertidas decisiones que está adoptando.
Un verdadero estadista, en especial en un sistema democrático -como se piensa que es el vigente en los Estados Unidos de América desde 1787- no se precipita, como lo viene haciendo Trump, a proferir, una tras otra, resoluciones u órdenes ejecutivas de aplicación inmediata en materias que -por su misma naturaleza, por su contenido marcadamente discriminatorio y por los efectos multiplicadores que tienen en el campo jurídico, en el político, en el internacional, en el económico y especialmente en el terreno social-, tendrían que haber sido estudiadas, sopesadas, analizadas y discutidas fríamente en el interior del Gobierno, frente a la Constitución y en relación con las actuales y sentidas necesidades de la sociedad norteamericana en su conjunto, y del mundo entero, y sobre todo respecto a los derechos -inclusive fundamentales- que están de por medio y que pueden resultar afectados, más allá de satisfacer el apetito de poder del gobernante.
La presidencia de los Estados Unidos no equivale a una monarquía. Hay allí todo un conjunto de centenarias instituciones que desarrollan los conceptos y principios democráticos y que han sido aplicadas durante más de dos siglos, sin mayores discusiones. Corresponden al sentimiento constitucional de la ciudadanía, aunque muchos de sus integrantes hayan sufragado válidamente por la "opción Trump”, quizá cansados por un prolongado estado de cosas que, de buena fe, quisieron cambiar; que habrían querido modificar para satisfacer derechos y expectativas reales y prácticas; pero que ahora perciben, en el nuevo gobernante, más una egoísta y desenfrenada actitud de arbitrariedad y dominio que un legítimo interés en el bien común. Como si, en vez de haber derivado su poder de la decisión soberana del pueblo en un Estado de Derecho, hubiese recibido un mandato de lo alto, similar a los de los arbitrarios monarcas de la Edad Media.
Reitero lo dicho en estos días en la columna radial “Punto de referencia”:
“En apenas diez días al frente de la Casa Blanca, Donald Trump ha mostrado -eso sí, cumpliendo lo prometido en la campaña presidencial- que no conoce ni de lejos conceptos indispensables en un estadista: la prudencia, la diplomacia, el buen trato, la consideración y ponderación de todos los elementos en juego, la proporcionalidad y la razonabilidad de las medidas. Él confunde la firmeza con la arbitrariedad, la autoridad con el despotismo y el respeto con el miedo.
Seguramente, en su interior, sabe que está haciendo las cosas mal, pero considera necesario sostenerse, sea como sea, porque es el Presidente, y en su concepto, una vez ha juramentado, es una especie de monarca elegido por cuatro años, quizá -pensará- con la posibilidad de permanecer en el gobierno por cuatro más, lo que, en su concepto, conseguirá con el dinero”.
Está muy equivocado, y debe revisar a fondo el camino trazado a su administración. Está todavía a tiempo.