Si el Estado de Derecho consiste en que cada cual asuma su destino individual respetando el de los demás a través del cumplimiento de las reglas de juego conocidas como “la ley”, no podemos menos que concluir que la guerra contra el terrorismo la hemos venido perdiendo sistemáticamente. El Estado pierde irrefutablemente cuando no gana, cuando no hace cumplir la ley. Allí cuando cualquier persona se posa por encima de la norma, todos perdemos.
La cuestión es que romper la regla no solamente configura la mejor manera de revelarse, la más efectiva, sino la más estimulante para alcanzar sus propósitos individuales. La cuestión no es entonces violar la ley sino hacerlo de tal manera que el Estado se vea compilado a negociar. Para violar la ley hay que hacerlo con entereza, singular violencia y con la magnitud adecuada. Así comprometida la conducta humana así queda igualmente comprometida la voluntad del Estado. Porque el Estado negocia, porque el Estado cede, porque el Estado se doblega. ¿Usted no sabe quién soy yo? Ese es el credo de quien sobre la ley se posa.
Por eso es tan peligrosa la cultura de la negociación. Porque mediante el indulto o la amnistía, el otrora delincuente entra en la legalidad, y no de cualquier manera, sino como héroe. Y se le premia con notoriedad, con contratos y con puestos en el servicio público.
Una vez allí el ex terrorista profiere copiosas sentencias morales; señala e incluso se atreve a acusar. No tiene recuerdo sino para significar que el Estado le incumplió, que es ilegítimo y cruel, y vil, y canalla, y que sus dirigentes lo son igualmente, desconociendo que él ya hace parte de la concupiscente burocracia.
Pero su enemigo sigue siendo el ciudadano que desde siempre le ha jugado limpio al Estado de Derecho. Ese habitante que con esfuerzo cumple el precepto, por fuerte e injusto que éste sea. A ese ciudadano hay que amordazarlo porque constituye un verdadero peligro para la revolución, para los propósitos del inmoral que ahora goza de especial protección social y gubernamental.
Y es precisamente ese inmoral el que más señala, y acusa y sentencia. Y la gente poco termina creyendo en las bondades de la bondad, de la sincera y cívica actitud de quien ha venido haciendo lo que mejor puede hacer y lo que la ley manda. La gente se queda con el momento, con el discurso sin reparar en el hecho, la intensión y menos aún en las calidades del fallador. Asume por cierta la sentencia moral y pide condena frente al ciudadano de bien que quizás mucho a errado, pero nunca ha delinquido.
Cuando el exterrorista tiene más credibilidad ética que el ciudadano decente, nos merecemos el más miserable de los destinos.
@rpombocajiao
*Miembro de la Corporación Pensamiento Siglo XXI