Más importante que impartir órdenes es lograr que se cumplan. De lo contrario se desacredita quien las imparte, quedan impunes las sanciones, se desbarajusta la sociedad, pierde autoridad para hacerse obedecer y se diluyen la importancia social de la autoridad y la base de la convivencia común.
Malo si la autoridad que se debilita es el gobierno de un país. Pésimo si es su órgano legislativo. Mucho peor si es su justicia.
Por eso preocupan tanto las desviaciones de poder de los organismos del Estado y especialmente los judiciales. Si se quiere mantener un Estado de Derecho debe cumplirse, sin excepciones, la regla según la cual los particulares están autorizados para hacer todo lo que no esté prohibido por la ley, y las autoridades solo lo que estén autorizados por ella.
Cada funcionario estatal tiene una tarea específica y de allí no puede desviarse. No puede hacer menos, sin incurrir en una falla por omisión, ni más sin caer en una extralimitación de sus facultades, ni obrar con finalidades distintas a las señaladas legalmente sin cometer una desviación de poder. Se coloca en la misma posición de las dictaduras, en donde no hay más ley que la voluntad del mandatario déspota. Y en Colombia estamos bordeando azarosamente ese precipicio.
Nuestros tres poderes se vienen extralimitando hace rato, sin medir las consecuencias.
El Ejecutivo, guardián del derecho, invocó la paz en el gobierno anterior como pretexto para romper las normas constitucionales y quebrantar las reglas de convivencia. Con un salto de garrocha pasó por encima de la estructura constitucional y concedió privilegios a quienes ostentaban como único mérito ser enemigos declarados del Estado.
El Legislativo no se quedó atrás, se metió con la propia Constitución para bajarle el umbral al plebiscito.
A continuación se pidió respeto por el nuevo orden. Pero ¿quién le obedece al desobediente?
Se consultó al pueblo si estaba de acuerdo y los electores contestaron con un rotundo No. Pero todo siguió adelante como si hubiera sido un sí. ¿Aumentó esto el respeto por las instituciones?
En un acto supremo de desconfianza en nuestra justicia, la ponen a un lado para crear una nueva, a la medida de las necesidades. Es la oficialización del irrespeto por los derechos de la sociedad. Sus actos iniciales acusan este pecado de origen pero también para la recién llegada se pide respeto como si bastara cubrirla con la invocación de la palabra justicia.
Comienzan a aparecer fallos que corresponden a una batalla contra la organización del Estado, buscando destruirlo desde adentro en vista del fracaso del largo acoso desde afuera. El golpe recibido en días recientes deja mal parada a la justicia al evidenciar su politización.
¿Puede pedírsele al ciudadano que siga confiando? El respeto por las instituciones colombianas es grande y se robusteció por largo tiempo. Pero no es infinito y no podemos golpearlo como si fuera inagotable.
Las instituciones han resistido hasta ahora los ataques desde afuera. ¿Resistirán los de adentro?