¿Clientelismo constitucional? | El Nuevo Siglo
Viernes, 2 de Junio de 2017

Todo lo que está dentro de la órbita constitucional es naturalmente político. Porque precisamente la máxima cantidad de política trata de la creación de la ley y la modificación de las instituciones. Por eso la elección de los magistrados a la Corte Constitucional es política, pero aún más el desarrollo de la magistratura tiene la misma naturaleza, incluso de mayor impacto, en cuanto trata de la prevalencia del orden institucional y el debido cauce del derecho a través de sus fallos. Como tal la Corte no es solamente un organismo de control constitucional, dado a la tarea de depurar los actos legislativos y las leyes de improcedencias o malformaciones en la hechura parlamentaria, sino que configura paulatinamente, en su jurisprudencia, el cuerpo normativo básico al cual deben atenerse los ciudadanos y por tanto tiene una innegable y permanente trayectoria social.

Pero una cosa es que a la Corte Constitucional le sea inherente esa naturaleza política cuya función, valga la redundancia, es el amparo de la “Constitución Política de Colombia” y otra completamente contraria es que deba caer, a los efectos, en el partidismo y la ideologización, como hoy pretenden los agentes oficiosos del proceso de desactivación guerrillera. Porque, desde luego, no es razonable imponer cláusulas pétreas a partir del llamado Acuerdo del Colón como, en efecto, la misma Corte Constitucional se ha encargado de desdecir en las modificaciones del denominado “fast track”. Y mucho menos puede ponerse contra la pared a los magistrados recién elegidos a la Corte Constitucional, entre ellos a la meritoria Diana Fajardo, como si fuera simplemente una ficha notarial de todo lo pactado en La Habana. Semejante actitud es no tener en cuenta la autonomía y la sindéresis que axiomáticamente tiene todo magistrado y es dar cabida a la tesis, cada vez más gravosa, de que existe una especie de clientelismo jurídico de acuerdo al “yo te doy y tú me das” a partir de los fallos y las sentencias.

La mejor tarea que puede adelantar la Corte Constitucional es, precisamente, la de generar un proceso de paz para Colombia dentro las posibilidades que proporciona una Constitución dictaminada como una de las mejores de la América Latina. De hecho, esta Constitución proviene de una sentencia de la Corte Suprema de Justicia, previa a 1991, según la cual toda Carta Magna, acorde con la definición del tratadista italiano Norberto Bobbio, es a fin de cuentas y en últimas un tratado de paz entre todos los asociados que en su conjunto y por asimilación se comprometen a aceptar y salvaguardar las cláusulas pactadas en el orden constitucional establecido. Que fue, precisamente, lo que ocurrió con la Asamblea Constituyente de entonces, por lo demás con el franco origen popular que le dio la legitimidad de que hoy goza y que por lo pronto no ha tenido parangón en el devenir colombiano.

Frente a ello, incluso y como es de todos sabido, se quiso poner a plebiscito el acuerdo de paz Santos-Farc, pero este salió derrotado de las urnas. Hubo la misma Corte Constitucional de aceptar un salvavidas, todavía en entredicho, bajo una supuesta refrendación parlamentaria perdida la vía popular, a través de una proposición a todas luces espuria dentro de la pirámide de Kelsen, y que al contrario de afianzar el dicho Acuerdo del Colón lo ha dejado permanentemente en la cuerda floja. Y es por eso que, aun con todas las maniobras y el desconocimiento de la democracia participativa, disminuida a materia desechable, el proceso de paz va en camino del aislamiento que se traduce en las mayorías negativas de las encuestas. A nadie, desde luego, le gusta ver birlados sus derechos de modo tan campante y rampante y eso evidentemente está pasando factura dentro de una opinión pública, como la colombiana, acostumbrada al desenvolvimiento libre del sistema democrático como ninguna en Latinoamérica. Nunca tuvo el Gobierno alguna previsión popular a la mano, para darle legitimidad al proceso una vez sucedida la debacle plebiscitaria, y ello ciertamente ha incidido durante el último semestre como eje gravitante de la impopularidad. Todavía peor al constatarse que el proceso se firmó en obra gris, antes de estar listo, y se observa cada vez más aislado del sentimiento popular.

Si a ello se suman las presiones, igualmente espurias, sobre la Corte Constitucional para que dictamine de tal o cual forma en consonancia al querer del Ejecutivo y el oficialismo parlamentario, obligando a la ideología en que quieren convertir el proceso de paz, además de públicamente anunciar el interés en unos supuestos réditos políticos, el país todavía tomará mayor distancia ante semejante maniobrerismo clientelar. En lo que por supuesto ni la Corte, ni la misma magistrada Fajardo, pueden caer. Porque desde luego no son ellos, como el plebiscito, trompo de quitar y poner.

  

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