* Sombra de la JEP
* Magistratura en entredicho
Una paz sin consenso nacional es inexistente. De allí que la reconciliación pregonada por Su Santidad Francisco haya sido de tan difícil aplicación y desarrollo. La pequeña premisa inicial, que nace del sentido común, es precisamente lo que desde hace tiempo se ha venido constatando en el país. Y es por ello, justamente, que la polarización reinante parecería haber ganado una ventaja irreversible. Inclusive, no ya como un elemento temporal sino como parte de la cultura política establecida.
En general, el consenso político suele ser responsabilidad fundamental del gobierno cuando se trata de los grandes temas que comprometen, no solo al país entero, sino a las generaciones futuras, como la paz. No en vano la Constitución señala al jefe del Ejecutivo como el representante y símbolo de la unidad nacional. Esa función, de mucha mayor envergadura a las atribuidas directamente al Presidente de la República, es parte insoslayable en el sustento de la democracia colombiana. La Rama Ejecutiva del poder público está evidentemente instituida para unir y no para dividir. Y es sobre esa base que el primer mandatario “se obliga a garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos”.
Pocas veces en la historia del país, sin embargo, se había presentado un nivel de fractura nacional de las proporciones derivadas del proceso de paz entre el gobierno Santos y las Farc, ahora en supuesta fase de implementación. Esto, básicamente, porque antes de concitar, desde un comienzo, el consenso en torno a un tema de semejante trascendencia, como la reconciliación, más bien se ha usado la división para fijar posiciones a ultranza y generar antagonismos irredimibles, como sucedió al poner el asunto en el mortero del plebiscito sin un acuerdo político previo y ni siquiera uno posterior, cuando se dio el dictamen popular negativo al acuerdo de La Habana. Se entenderá, en ese sentido, por qué los colombianos viven desde hace tiempo en un estado de tensión permanente y bajo un pulso interminable planteado desde las más altas esferas gubernamentales. Con ello, pues, no se ha cumplido, sino que por el contrario se ha erosionado, de modo grave, el preámbulo de la Constitución en su propósito esencial e imprescriptible de “fortalecer la unidad de la Nación”.
Ese modelo polarizante, a propósito de estos siete años de proceso de paz, hace hoy finalmente crisis con la reglamentación de la justicia transicional y la designación de sus magistrados. En el último caso, ciertamente, algunos son los elementos positivos a tener en cuenta, como la nutrida expresión femenina, afrodescendiente e indígena, pero al mismo tiempo bajo lo que muchos han denunciado como un sesgo ideológico palmario. Y ello, por supuesto, es de lo más calamitoso que le puede suceder a cualquier magistratura. Basta recordar, frente a esto, que el emblema vernáculo y aceptado universalmente de la justicia es, precisamente, una efigie con los ojos vendados. Esta es la indicación simbólica de que los operadores jurisdiccionales no pueden, en lo absoluto, tener preferencias de ningún tipo, muchísimo menos las ideológicas que inclinen el fiel de la balanza hacia sus consideraciones personales.
A ello se suma que se ha querido imponer la ley estatutaria de la justicia transicional a rajatabla. Ello como si la creación de una jurisdicción especial, con todo lo que encarna, fuese una norma corriente, sin repercusiones de largo alcance, por lo demás con una permanencia inusitada en el tiempo. Asimismo, por si fuera poco, desplazando por completo a la justicia ordinaria, sobre todo las conductas atinentes al conflicto armado, dándole a Colombia la característica de Estado fallido, al estilo de algunos países africanos y pretendiendo, además, con la incorporación sancionatoria de toda la sociedad en los temas bélicos, algo así como la “socialización de la culpa”, como en efecto lo ha propuesto, desde luego sin éxito, ETA para España. Y ello sin cambiar una sola coma, con la justicia transicional de vindicta, más que de plataforma para una reconciliación efectiva.
Las reacciones no se han hecho esperar. Pero más que ellas lo que ha quedado sobre el tapete es cuán poco valen los criterios de unidad nacional, cuando por el contrario el gobierno debería ser su principal promotor y aportante.
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