- Primero definir la arquitectura final
- Del afán no queda sino el cansancio
El arranque en firme de los debates en el Congreso al proyecto de reforma política y electoral ha sido muy accidentado. Si bien la mayoría de las bancadas suscribieron una ponencia mayoritaria, es claro que la misma no pareciera ser el resultado de un ejercicio consciente, objetivo, detallado y coherente para la confección de una nueva arquitectura del sistema, sino más bien una maniobra para facilitar el inicio del trámite del proyecto, por cuanto ya la cuenta regresiva de la legislatura empieza a acortarse y por más que se tenga a bordo un mensaje de urgencia los tiempos para avanzar en las comisiones y las plenarias se estrechan.
Prueba del poco consenso en torno al articulado de la ponencia mayoritaria es que los voceros e integrantes de las distintas bancadas se apresuraron a aclarar con qué puntos estaban de acuerdo y con cuáles no. De la misma manera, el Gobierno seguía ayer gestionando principios de acuerdo con los partidos con el fin de acelerar la aprobación del proyecto artículo por artículo.
Ese ritmo presuroso puede convertirse, sin duda alguna, en el mayor enemigo de la propia reforma, en el entendido, claro, que lo que se busca con ella es una reingeniería estructural del sistema electoral, partidista y del aparato político que permita a Colombia superar una gran cantidad de vicios y falencias que afectan la transparencia, funcionalidad y coherencia democrática.
Por lo mismo el primer dilema que Ejecutivo y bancadas deben dilucidar se refiere a si la reforma que se pretende aplicará para los comicios legislativos de octubre de 2019, es decir dentro de un año, o si lo mejor es pensar en que la mayoría de las modificaciones que se están planteando entren a regir para las elecciones parlamentarias y presidenciales de 2022. No es un asunto menor, no sólo porque la reforma incluye cambios constitucionales que exigen ocho debates en dos tramos de legislatura -lo que implicaría que la aprobación final sólo se daría cerca de junio del próximo año, a escasos cuatro meses de la cita en las urnas-, sino porque luego de ello algunos de los ajustes nuevos requerirán reglamentación vía ley. Habría, entonces, que volver al Parlamento con esas normas derivadas, además del tiempo que tomarían las respectivas adecuaciones partidistas de las nuevas reglas del juego. De igual manera, si se crea una jurisdicción electoral, implementarla y echarla a andar tardará un lapso prudencial.
Todo lo anterior podría llevar a la peligrosa circunstancia de que la campaña para escoger gobernadores, alcaldes, diputados, concejales y ediles se adelante en medio de la incertidumbre que significa estar cambiando paralelamente las reglas del juego. La pregunta, entonces, es más que obvia: ¿hay tiempo suficiente para tramitar una reforma electoral y política seria y estructural que aplique realmente para los comicios regionales, o lo mejor es pensar en el mediano plazo y que toda la modificación en curso se haga teniendo al 2022 en la mente?
En segundo lugar, tanto la Casa de Nariño como los partidos tienen la ingente necesidad de definir qué tipo de estructura política, electoral y partidista es la que se quiere implementar. Ya varios expertos que han analizado el articulado de la ponencia mayoritaria coinciden en que -producto del afán por arrancar las discusiones- esta terminó siendo una mezcolanza de propuestas que no necesariamente apuntan al mismo modelo o son piezas del mismo rompecabezas institucional. Por lo mismo, la funcionalidad no está garantizada e incluso, como se dice popularmente, puede terminar siendo peor el remedio que la enfermedad.
Si una de las grandes críticas al actual Código Electoral, desueto e ineficaz a cual más, es que parece una ‘colcha de retazos’ por tanta reforma y ajuste desordenado que se le ha introducido en los últimos años, lo peor que se puede hacer es reemplazarlo por uno producto de una especie de ‘torre de babel’, por más bienintencionados que sean sus orígenes.
Sólo cuando se defina el tipo de arquitectura electoral y partidista que se busca en Colombia, se podrá avanzar de forma cierta y eficaz a implementar los cambios normativos, estatutarios y de institucionalidad requeridos para activarla de forma eficiente en pos de los objetivos indeclinables de mayor transparencia democrática. Sin embargo, a la luz de las evidencias parece que se quiere armar un rompecabezas sin saber, de un lado, si las piezas que están sobre la mesa corresponden al mismo y, de otro, sin tener claro siquiera cuál debe ser el resultado final. Sin duda alguna, un riesgo muy alto para una democracia que se precia de ser la más estable del continente.