Considero que cada día es más complicado hacer menos pobres a los pobres, en medio de un mundializado panorama sombrío e incierto. Las tremendas desigualdades y la merma del poder adquisitivo en multitud de hogares, nos están dejando sin fuerza; y, lo que es peor, sin esperanza alguna, ante el imperio de los poderosos y la ausencia del poder de las normas. Hemos de resistir, por consiguiente, el aluvión de injusticias que nos ensombrecen.
Las democracias han de prevalecer para proteger nuestros valores y defender los principios fundamentales. Nosotros también tenemos que sumar esfuerzos, que activar nuestra capacidad de diálogo y escucha, comenzando por las políticas que deben ser más expansivas, si en verdad queremos hacer frente a los efectos de la subida de la energía y los alimentos. Desde luego, no habrá paz en el mundo mientras perduren las opresiones y los desequilibrios económicos.
Indudablemente, tenemos que huir de ese afán acaparador, comenzando por levantar las barreras al comercio. Romper las reglas internacionales aminora la concordia ciudadana y, además, tiene un coste enorme. Nuestro poderío, como ciudadano comprometido, ha de ser más de servicio desinteresado que interesado. Hay que neutralizar ese huracán corrupto, de chantaje permanente, y defender el estado social y de derecho, para fortalecer nuestras propias capacidades, que armonizadas son las que pueden expandir el orden global que hoy el planeta requiere.
A mi juicio, el panorama mundial es desolador; en parte, porque lo supeditamos al culto benéfico de los privilegiados, cuando la mejor manera de avanzar es poner los rendimientos en común, que es lo que en verdad nos hace crecer en humanidad. Sea como fuere, no podemos ni debemos descartar a nadie. A los ricos no hay que hacerlos más ricos, únicamente han de saber compartir sus riquezas con alegría. Al fin y al cabo, tenemos que ser constructores de ese avance que nos armoniza. El derroche no tiene sentido, es destructor de savia. Una economía que nos humanice trabajará siempre en comunión, hermanando y unificando las ganas de vivir, porque cuando las riquezas nos esclavizan, cualquiera se desmorona en el caos y en las mil contiendas inútiles. En efecto, sin conciliación no hay ningún tipo de desarrollo armónico.
Ese espíritu reconciliador y cooperante lo considero primordial en muchos aspectos, desde la transición climática y la solidaria disposición frente a pandemias, hasta la seguridad alimentaria y un futuro floreciente de unidad y unión entre culturas. Comencemos, pues, destronando del planeta las fronteras y los frentes. Hagamos un horizonte de integración, en los diversos aspectos vivientes, también de nuestras economías.
El dinero no puede continuar siendo la llave que abra todas las puertas. Reorientarse siempre viene bien para redescubrir que la vida no vale nada, si no se sirve a pleno corazón y se asiste amando, frente a tantas expectativas truncadas y ante tantas certezas que se desmoronan. La virtud de vivir radica, precisamente, en asistir al que está necesitado y camina a nuestro lado. Por ello, hay que sacudir la conciencia colectiva; porque, lo importante es el bien que podamos hacer, el ánimo que vertamos y la luz que ofrezcamos como consuelo. Puede que la mejor reparación que podemos hacernos, sea la de no acomodarnos al torrente de inmoralidades que nos bañan en cualquier esquina, lo que nos exige mantener la concentración en el buen obrar y mejor hacer. Lo sustancial, en suma, está en no desfallecer jamás.