Matusalén, descendiente de Adán y abuelo del justo navegante del diluvio, Noe, se predica fue el ser humano más sobreviviente: existió nueve siglos y unos picos, antes de que se desatara el Diluvio Universal, fenómeno mortal impuesto por Yahvé, con el propósito de limpiar el planeta habitado por corrompidos, alcohólicos y concupiscentes, exceptuando de esa condena al marinero encargado de la responsabilidad de proteger en su arca a todos los irracionales vivientes e inocentes del drama y a sus descendientes: Sem, Cam, Jafet y a su esposa.
Este suceso es sentencia inapelable en virtud de la cual se establece que la vida y la muerte son episodios cíclicos inseparables que se deben tener y admitir conscientemente. La vejez es la meta final a la cual hay que llegar con optimismo y no suponiendo que se trata de un injusto acontecimiento.
Por supuesto que la muerte no es siempre consecuencia de la longevidad, también ocurre intempestivamente, así le ocurrió a Abel y a millones de millones de seres, por infinidad de causas. Mi hermano gemelo, Gustavo Adolfo, murió a los tres años por un error de consumo y esta lección me enseñó a reconocer ese inevitable albur, adiestramiento que para la existencia hay que asumirlo con estoicismo. Reconocer que se camina hacia la muerte todos los días y a esa meta se llega ineludiblemente, tarde o temprano. La mitología enseña que la conducta vivencial, al final, sentencia el premio o el castigo: el cielo o el infierno, la reencarnación bondadosa o perjudicial y dolorosa.
La niñez, la adolescencia y la vejez son etapas de la vida que establecen aspectos psicosociales. Los lapsos finales, los de la senectud, causan la disminución de capacidades físicas y mentales inevitables. El deterioro anímico o el atrofio de los sentidos y afectos son procesos que trastornan fatalmente, siembran la depresión.
No hay una solución a ese destino, la inmortalidad no se conoce. Se pueden hacer esfuerzos para prolongar la existencia, pero de todas maneras así se intente la Torre de Babel, para sortear el “diluvio”, otros sumarios iguales tendrán lugar, por ejemplo, Sodoma y Gomorra.
Entonces, lo que ahora conviene es no prohibirle a los ancianos que ejerzan la libertad que de locomoción tienen, lo razonable es que se les haga caer en cuenta de que no deben correr riesgos que apresuren la fatalidad y, en el mismo sentido a los demás vivientes, pero de todas maneras que se acepte que la muerte es un episodio inevitable. Así le ocurrió a Matusalén. Tenerle miedo a la muerte es una turbación que se somatiza y apresura esa fatalidad. Hay unas alternativas muy individuales y extrañas: el suicidio y la eutanasia. Se censuran, pero filosófica y civilmente hay que respetar esas decisiones y socialmente es un derecho comprensible. Se debe prohibir y es obvio, el no atentar la vida de los prójimos que insisten en su existencia, imaginándose vencer el coronavirus.