Lo que no se ve de Duque | El Nuevo Siglo
Lunes, 3 de Agosto de 2020
  • Dos años de gobierno
  • Una política con vocación de futuro

 

A dos años de la posesión del presidente Iván Duque son varios los análisis hechos en los medios de comunicación. Por lo pronto parecería claro, un poco al margen de las conclusiones antedichas, que Duque ha logrado dejar atrás la áspera polarización de los dieciséis años precedentes a su mandato, como elemento primordial en lo que va corrido de su gobierno.

Es decir, el Jefe de Estado ya no es fuente de la ardua división política del país o al menos esa no es la pretensión desde su twitter y las demás redes sociales. Y eso es bueno para Colombia.  

En consecuencia, esto se convierte en un logro en una nación en que, en buena medida, se ha llegado a confundir polarización con oposición o la defensa de las iniciativas gubernamentales con un oficialismo a ultranza. Fuera lo que sea, está demostrado que una conducta polarizante, como la que algunos se empeñan en mantener, deriva sin excepción alguna en un mecanismo nocivo a partir del cual los extremos buscan réditos electorales, por no decir, electoreros.

En efecto, la polarización puede ser útil para copar los reflectores, pero es en cambio un agente pernicioso si se trata de encontrar sinergias nacionales. Mucho más, por supuesto, en un país todavía en formación y anhelante de futuro, y que tiene una cantidad ingente de problemas por resolver, comenzado desde luego por la aguda desaceleración económica y el impacto social concomitante, a raíz de los estragos del coronavirus.  

Naturalmente, toda democracia surge de un disenso inicial para llegar a un consenso final, que por lo general se traduce en la hechura de la ley, después del filtro de múltiples debates, o en la adopción de las políticas públicas con base en una participación multifuncional, como sucede con el Plan Nacional de Desarrollo, ejemplo típico del sistema democrático colombiano. En todo caso, la fuerza de una democracia no radica en quien grita más, sino en la capacidad de poner en marcha unas ideas y aplicarlas a conciencia en favor de los asociados.

Por otro lado, la oposición consiste precisamente en oponer un programa de gobierno al que se desarrolla desde la Presidencia, pero en modo alguno esto significa desobediencia civil o alteración vandálica, a semejanza de lo que, para mal, han venido fomentando los altos heliotropos opositores.

Aun así, en virtud del estilo impuesto por Duque, el escenario de la política colombiana es hoy diferente a la lesiva irritación previa desde la Presidencia. La verdad sea dicha, esta no ha sido la vía escogida por el Primer Mandatario para sacar avante sus proyectos.

Ahora más, ha dedicado sus esfuerzos a pensar en Colombia, en vez de sumergirse en las reyertas cotidianas, a todas luces secundarias y fuera de lugar, de los llamados actores políticos, y cuya actitud se deba probablemente al buen recibo que ha adquirido en las encuestas. En ese sentido, aparte de resultados puntuales en otras materias, como la orientación preminente hacia la era naranja y digital, lo que interesa, en medio de la pandemia, es que Duque también ha sabido aplicar el contenido del Estado Social de Derecho. Tal vez, incluso, como ningún otro mandatario lo había hecho desde 1991 y con proyecciones irreversibles hacia el futuro.

En esa dirección, Duque no ha sido reacio a los acuerdos, que ha anunciado reiterativamente, aunque de otra parte puede haber faltado agilidad para darles viabilidad y concretarlos.

De otro lado, es cierto que si Duque hubiera generado una coalición parlamentaria mayoritaria, desde el principio, se hubiera avanzado con mayor diligencia. Por ejemplo, no hubieran ocurrido los dislates impunes de los negociadores de paz “Márquez” y “Santrich”, quienes se aprovecharon, a ciencia y paciencia, de la ingenuidad de las Cortes y de la cándida jurisdicción especial acordada por ellos mismos para ser juzgados. Por demás, sin que nadie aun diga en esas instancias como en el Congreso y después de semejante fiasco, esta boca es mía.

Pero sobre todo con la despolarización, Duque ha tomado una ruta juiciosa. De este modo al mismo tiempo ha podido poner en alto la bandera de la reinstitucionalización que, sin duda, hacía falta luego de tantos años de estar bordeando la ilegitimidad, ya con la endeble excusa de la guerra, ya con la espuria justificación de la paz. En ese caso, tanto los denominados “falsos positivos”, de un lado, como las trampas al resultado del plebiscito contra el acuerdo de La Habana, del otro, no podían ser el camino a seguir para lograr una democracia sana.

Despolarización, regreso a la legalidad sin atenuantes y gobierno social sin populismos, es pues el resumen de dos años a bordo de Duque. Una lectura tal vez diferente, pero acorde con lo que representa un Jefe de Estado joven en una nación cuyo reto prioritario, en estos momentos difíciles, es no cejar ni desmayar en su vocación de futuro: ¡ni un paso atrás!