Un viaje a una frontera alejada de los reflectores | El Nuevo Siglo
Foto Eduardo Bonces/ El Nuevo Siglo
Viernes, 13 de Septiembre de 2019
Eduardo Bonces

Crónica especial| EL NUEVO SIGLO visitó este departamento que, según sus habitantes, tiene abandonado el Estado y es azotado por la violencia debido a la presencia de disidencias y el ELN

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Arauca, capital del departamento homónimo, siempre ha estado alejada de los reflectores. Se ha desarrollado a la sombra del comercio de frontera, el petróleo y la ganadería.

Pese a que fue un departamento fundamental en la lucha y conquista libertadora, pareciera que el Estado la ha olvidado. O eso, por lo menos, dicen sus habitantes.

Según el gobernador de Arauca, Ricardo Alvarado, “aquí el petróleo se incrustó en 1983 y ahí fue cuando se visibilizó Arauca, cuando apareció el petróleo”.

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Y eso lo confirma la gente, pero la llegada del oro negro no sirvió para desarrollar al departamento para la gente, solo para crear infraestructura de salida para el combustible. Sin contar que tras la llegada del petróleo llegaron otros males: los grupos armados al margen de la ley que han generado cientos de muertes.

La historia de Arauca tiene en sus venas el conflicto. En 1983 la OXY-Ecopetrol halla petróleo en Caño Limón Coveñas. Años más tarde aparece el Eln, que en 1987 ejecuta el primer atentado contra el oleoducto. En 1998 el conflicto se recrudece. Los grupos paramilitares hacen su entrada al territorio. En 2001 aparece el Bloque Vencedores de las autodefensas que ocasionó, entre otras cosas, desplazamientos masivos y asesinatos selectivos por todo el territorio. En 2005 los habitantes de la región pensaron que el conflicto se iba a terminar. Las autodefensas se desmovilizaron en Puerto Gaitán.

Sin embargo, las guerrillas del Eln y las Farc comenzaron una confrontación armada que, como siempre, terminó en un baño de sangre. En 2010 las guerrillas firman un pacto de convivencia para detener las agresiones. Dicho conflicto alcanzó el millar de víctimas. En 2012 se declara el cese bilateral al fuego con las Farc.

En 2019 la violencia parece haber regresado pues los disidentes de las Farc filmaron un video del otro lado de la frontera del Río Arauca anunciando que retoman las armas.

El viaje a la frontera

La frontera con Venezuela se extiende por 315 kilómetros entre terrestres y fluviales con el río Arauca.

El departamento es caliente, no solo por la temperatura que puede alcanzar los 29 grados centígrados. También porque hacen presencia distintos grupos armados ilegales.

A quien se le pregunte en Arauca dice que pasar la frontera es peligroso. Los habitantes no saben las razones por las que hacerlo es un error, pero todos dicen que puede costar la vida.

“Eso… no vaya por allá. La delincuencia es muy alta del lado de allá del río. Hace poco un periodista de la Esmeralda fue a hacer un reportaje y nunca apareció”, dice el recepcionista de un hotel. Cuando se busca la información de la supuesta desaparición del comunicador, esta parece haberse evaporado con el rumor.

frontera

El paso desde Arauca hasta El Amparo, población limítrofe venezolana, se puede hacer de dos maneras. La primera a través del puente internacional José Antonio Páez. La segunda a través del río por el Malecón, ubicado a algo más de 2 kilómetros del puente. Al parecer las razones para no pasar el puente son varias. Ese paso no requiere sellar el pasaporte y además al finalizar el puente se debe pagar un taxi que acerque a la persona hasta la cabecera municipal.

Arauca bulle entre las compras ambulantes, los corridos prohibidos, las medias tobilleras, los celulares y los parlantes USB. Cualquiera que transite por las seis cuadras del sector comercial, antes de llegar a la institución educativa Simón Bolívar, no nota que esa ciudad tiene uno de los más altos índices de desocupación del país, 25%. Escasos 100 metros antes de llegar al paso se comienzan a escuchar las voces que susurran “por 2 mil lo llevo al otro lado”.

A las 10 de la mañana el calor del Malecón adormece a los dos gallos que están amarrados de uno de los árboles del lugar y seca con rapidez las ropas que los canoeros ponen en las barandas. Uno de los funcionarios de la Cruz Roja seccional Arauca advierte que si se quiere pasar la frontera es necesario tener un motivo: “La Guardia lo puede parar y preguntarle para dónde va, qué va a hacer, qué necesita en ese país”.

Los motivos para no pasar que esgrimen todos los araucanos son diversos: que allá operan las disidencias, que el Eln hace presencia, que hay ladrones o que la arbitraria Guardia Nacional Bolivariana puede capturar a cualquiera, pero nadie sabe a qué le teme, como si en el otro lado viviera un monstruo que nadie quisiera enfrentar.

El Amparo

Antes de que llegara la luz eléctrica al municipio de Arauca, el primero en tenerla fue El Amparo.

“Mire, hace 10 años todo lo comprábamos allá: los carros, los repuestos, la comida. Cuando los grupos armados bloqueaban las vías o volaban las torres de energía, Venezuela era la que le daba comida y electricidad a Arauca”, sostiene uno de los habitantes del sector que tiene una de las tiendas de abarrotes cerca de la frontera.

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Esta apreciación no es equivocada. El Amparo era un pueblo boyante que se había convertido en el centro del comercio fronterizo de esa parte del país y el segundo centro urbano más poblado de la capital del municipio de Páez. Sin embargo, la situación política lo convirtió en un pueblo desierto.

Antes de subir al bote hay que ponerse un chaleco naranja que más parece un blanco de tiro que un elemento para salvar al sujeto que lo porta. El seguro de amarre no funciona. El material es delgado. Y es seguro que en caso de un hundimiento esa prenda naranja no salva la vida de nadie.

Yerson cobra el pasaje en la playa del río antes de empujar a La Araucana a las aguas calmadas del afluente. Según dice las “fuerzas” le cobran $10.000 y “hoy ha estado malo”. No se sabe a quién se refiere, pero el rumor es que el transporte de pasajeros a lado y lado del río es controlado por el Eln y hace parte del sustento de esa organización ilegal. Las lanchas son canoas largas de poca profundidad, los pasajeros tienen que hacer equilibrio pues el naufragio parece inminente.

Al otro lado de la frontera hay una barricada de sacos de guerra, una trinchera que por un lado está reseca por el calor y la humedad pero que por el otro tiene la bandera de Venezuela pintada en colores vivos. El poco comercio que sobrevive ofrece, agua, gaseosa y cerveza. Un parlante tiene a Diomedes a todo volumen, el único colombiano que no tiene miedo de estar al otro lado.

El lugar donde se espera el transporte para viajar a Guasdualito, y de ahí adentrarse a Venezuela, es una esquina cualquiera. La Cruz Roja Internacional tiene un puesto de atención al migrante. Allí Nancy, una chocoana de sonrisa alegre reparte agua, permite que las personas hagan una llamada nacional o internacional, mide la presión y permite que se plastifique un documento que esté dañado o deteriorado, y permite recargar un celular al 50% de batería. “Es todo lo que podemos hacer aquí”, dice, mientras atiende a otra persona.

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Quienes llegan a ese paradero esperan pacientemente el bus, pero todo indica que hoy los transportadores están en paro, pues no les alcanza para solventarse, así que solo queda el transporte informal, un Renault 9 con la pintura corroída y el plástico de las ventanas despegado espera completar el cupo.

El trayecto a “Guadualito”, como le dice la gente a la población venezolana que queda cerca, cuesta $10.000. “La gente generalmente recurre a mí porque saben que si esperan el colectivo pueden demorarse una hora, así que yo les cobro lo mismo y los llevo más rápido”, asegura uno de los conductores que tiene parqueado su vehículo.

El comercio de la zona se mueve en pesos colombianos. Los bolívares dejaron de circular hace mucho tiempo ya. “Yo le recibo pesos, le recibo dólares y le recibo euros. No me vaya a traer bolívares, porque se los tiro en la cara”, dice Julián, un mulato recio que fríe palitos de queso en el paradero.

Tristeza

Dar una vuelta por El Amparo implica ver desolación y tristeza que se contrasta con el brillo del caluroso sol de medio día. Pese a que las vías conservan asfalto, muchas de ellas están deterioradas o inundadas. El pueblo huele a caño pues el acueducto dejó de funcionar hace mucho tiempo. La tristeza se ve en las casas. Las dos únicas con pintura y estuco son las iglesias cristianas Adventista del Séptimo Día e Integral Nueva Vida.

Gonzalo, comerciante del sector, asegura que sus sobrinos están en Chile ganándose la vida. “Yo trabajé 25 años en Pdvsa construyendo terraplenes, vías de acceso, plataformas de perforación de taladros. Yo le di la vida a esa empresa. Luego de la quiebra decidí quedarme aquí en mi pueblo. Yo no voy a ir a recibir coñazos a otro lado, porque me puedo quedar sin el chivo y sin el mecate. Ya hice lo que tenía que hacer”, dice. Afirma que con su trabajo se hace $60.000 diarios mientras que “como ingeniero me pagaban 100.000 bolívares, o sea $20.000”.

En el coliseo municipal, con sus paredes llenas de un hongo negro petróleo, se mantienen las consignas: “Chávez, corazón de Mi Patria PSUV” y “Maduro por un Apure Potencia”. Las personas pasan indiferentes. No voltean a verlos. Tal vez para no recordar la situación que viven.

Un poco más al fondo está la escuela Diego Eugenio Chacón, una triste radiografía de lo que es el vecino municipio. Los salones que se conservan están rodeados de maleza. Las cercas amenazan con caerse llenas de óxido y la cancha de baloncesto está cubierta de pasto. Sobre uno de los postes del tablero se posa un cuervo que vigila el hueso que alguien tiró a la carretera. No muy lejos de allí, el Estado General Zamora se encuentra en las mismas condiciones. Lo único que se mantiene en excelente estado es el mural de la entrada, el resto pareciera está incompleto, descuidado.

Quienes a esa hora del día permanecen en sus casas miran con recelo a quienes viajan en mototaxi los ven con ojos tristes, como indagándolos.

A menos de cinco minutos en carro se encuentra el paso militar, una instalación de la Guardia venezolana en la que se revisa a los viajeros y se permite el paso llano adentro. Nadie que no haya sellado el pasaporte o sea ciudadano venezolano puede pasar de allí. Dos carros tienen el platón repleto de personas quienes seguro van para Colombia. Todos son requisados de manera exhaustiva.

En sentido contrario, por la misma vía, se encuentra el puente internacional José Antonio Páez decorado con fotos de Chávez y Maduro felices, uno de ellos besando la bandera. Pese a que cerca de Cúcuta el gobierno venezolano desplegó toda su fuerza de ostentación, en la frontera de Arauca se ven solo dos Hummer aparcadas en el puesto de aduana y dos adormilados miembros de la Guardia que miran con recelo a los viajeros.

Doña Graciela viene a paso lento, regresa de El Amparo, y dice que la van a atender en un puesto de salud en Colombia “aquí los médicos no ayudan, solo te dan agua y te miden la presión”. Cuando se le pregunta dónde vive su hija, señala con un índice torcido como de Carey al fondo del Río Arauca: “En una invasión”. Luego de cruzar la frontera doña Graciela se cubre con un plástico verde. Sabe que viene la lluvia tupida de la selva que es la única que parece nunca haber abandonado Arauca.