Durante años el municipio de Santo Tomás (Atlántico), en cercanías a Barranquilla, se ha hecho conocido por el desfile de los flagelantes o penitentes.
Cada viernes santo desde hace varias décadas, en la denominada Calle de la Ciénaga, decenas de personas caminan, bajo el inclemente sol y la asfixiante humedad, unos golpeándose la espalda con látigos, otros cargando pesadas cruces y algunos sosteniendo copas de vino con la prohibición de dejarlas caer ante la mirada de propios y extraños, estos últimos cada vez más presentes.
Esto lo hacen con el propósito de pagar una promesa que denominan manda. Los penitentes le precisaron a EL NUEVO SIGLO que piden recibir salud, bienestar o prosperidad para ellos o sus familiares en retribución al sacrificio.
Mauricio Castellanos, de 49 años de edad, lleva siete como flagelante. Su primera motivación fue que su hermana, tres meses antes de la Semana Santa, había caído gravemente enferma. “Me acerqué a la iglesia, oré y pedí que si ella se salvaba yo me flagelaba. Luego, se me cumplió la promesa y yo seguí”, afirma. La hermana falleció tres años después, pero Castellanos señala que en ese momento “lo que yo pedí se cumplió”.
Tomás José Rodríguez tiene un año más que Castellanos realizando el recorrido. Su motivación inicial- afirma- fue que su mamá se cayó en su casa, la iban a operar y pidió que fuera sanada. “Gracias a Dios está sana”, asegura.
En muchos casos el deseo de flagelarse viene de tradición familiar. Este es el caso de Castellanos, quien vio antes a su abuelo y a un tío haciéndolo. “Mi abuelo se picó (se flageló) por 17 años. El último año lo hizo entre las 10 de la mañana y las 12, a la medianoche, cuando Santo Tomás no tenía luz (…) Mi tío se picó durante siete años. La gente dice que lo de nosotros es una herencia de familia”, afirma.
En relación con la preparación para la fecha, Castellanos detalla que “cuando llega la Semana Mayor”, desayuna entre las 10 y 11 de la mañana, porque “eso es en ayunas, entonces lo hago para acostumbrar el organismo”. Por su parte, Rodríguez ayuna desde el jueves santo hasta el viernes.
El día de la flagelación comienza temprano. “Me levanto a las 5 de la mañana, me baño preparo mis cosas, como si fuera para el trabajo, la disciplina, el capirote y el pollerín”, señala Castellanos.
La disciplina es el látigo con el que los flagelantes se golpean. Tiene siete bolitas que representan los siete viernes de la cuaresma. El capirote es una capucha blanca que les tapa la cara y el pollerín es una especie de falda que les cubre su parte baja.
El recorrido se inicia al lado de un caño llamado de Las Palomas. Dura aproximadamente dos kilómetros. Es tan extenuante que algunas personas se desmayan y no pueden terminarlo. La caminata la realizan descalzos. Anteriormente la calle estaba destapada, pero hace poco fue adoquinada.
En el recorrido que realizan tienen que pasar por siete cruces. Durante el camino hacia la cruz mayor, donde finaliza, son guiados por un acompañante, amigo o familiar, que les echa alcohol en las heridas que se propinan y les dice cuál parte de la espalda la tiene más lastimada por los latigazos. “Tienen que ir diciendo de qué lado (de la espalda) uno está más hinchado”, dice Castellanos. “En el caso mío, mi hijo y mi hija no les gusta verme. Por eso me acompaña un amigo o a veces un vecino”, afirma.
Cuando se le pregunta sobre el dolor, Rodríguez afirma que con los años ha aprendido a soportarlo. “Como yo ya tengo experiencia eso no me hace nada”, dice. “Yo salgo a las 11 de la mañana y termino sobre las 1 de la tarde, a esa hora ya estoy en casa”. “Para curar las heridas, yo compro una contra de romero, la preparo y cuando llego me la echo. Ya el día siguiente estoy bien”, añade.
Cargando una cruz
Arnaldo Pérez lleva cinco años cumpliendo su manda. A diferencia de los otros penitentes, él no se propina latigazos en la espalda sino que carga un pesado madero semejante a una cruz y además una corona de espinas, en una alegoría al recorrido que hizo Jesús a la cruz.
Afirma que realiza el recorrido por fe. “Si no tienes fe las cosas no se te van a dar”, dice.
Él comienza el trayecto a media mañana y finaliza sobre el mediodía. “Mi manda yo la empiezo a pagar a partir de las 9 de la mañana para llegar a la cruz mayor a las 12 del día. (…) Dura entre tres horas y tres horas y media”, afirma.
Su preparación para el evento empieza desde el lunes santo, asiste a misa, reza y “ya el jueves santo la preparación es más dedicada, se hace en los ayunos y preparo el material, la vestimenta, el madero que llevo, la corona de espinas”. El madero, de 1,50 metros de largo, lo adquirió el primer año. Mientras que la corona la renueva y la retoca cada año.
“En el transcurso del recorrido no como ni tomo nada porque hay mucha gente que te ofrece bebidas. Y sabes que cuando nuestro señor Jesucristo iba al calvario nada le fue obsequiado”, asegura.
A diferencia de los otros penitentes, que señalaron que con los años el dolor no es tan fuerte, Pérez afirma que la carga se le ha hecho más pesada. “A medida que va pasando el tiempo, sientes más fuerte la cosa, el primer año no fue tan duro. El segundo año lo sentí más pesado, el tercero ni se diga y el cuarto lo sentí aún más fuerte”, concluye.