Por el Covid-19 a muchos presidentes se les han otorgados facultados extraordinarias para hacer frente a la emergencia sanitaria. En un uso ilimitado de éstas, muchos han optado por deteriorar las instituciones
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QUE la democracia va salir deteriorada después de la pandemia del Covid-19 es una de muchas especulaciones sobre el futuro. La precipitud de esta afirmación puede ser contrarrestada fácilmente con los esfuerzos de Ángela Merkel por mantener cohesionada a la Unión Europea bajo los preceptos de la democracia liberal. Y así, hay más casos.
Pero la evidencia es indiscutible: los presidentes están acumulando más poder, y este exceso puede deteriorar progresivamente la democracia liberal, más servil, en ese caso, a regímenes semi-autoritarios o autoritarios.
A menos que se controle desde las instituciones y la ciudadanía, la pandemia puede acelerar el deterioro democrático; no va al ritmo de antes que permitió esa extraña mezcla llamada democracia iliberal. Basta ver cómo Víctor Orbán hizo recordar a Adolf Hitler. En una medida que no se veía desde 1933, logró que el Congreso por la pandemia le aprobara la posibilidad de gobernar por decreto indefinidamente, como el líder Nazi, con la Ley de Habilitación.
Dirán: ¡ah, pero es Orbán, qué tiene de nuevo! Tienen razón, aunque parcialmente. Desde que Fared Zakarias acuñó la palabra “iliberalismo democrático” para describir a los escépticos de la democracia, el líder húngaro fue de los primeros en cuadrar con exactitud en esa tipología. Sin embargo, guardó las apariencias, temeroso de perder las relaciones con la Unión Europea (UE). Ahora, con la pandemia, poco le ha interesado la democracia y ha concentrado más poder en una añoranza por ese viejo imperio descrito por Alexander Lernet-Holenia en El Estandarte.
Empezar por lo obvio -que Orbán iba camino a la autocracia- es ilustrativo. Pero la erosión democrática va más allá. Los regímenes semi autocrático y autocráticos han venido vulnerando las pocas instituciones democráticas que les quedan: Nicaragua, Venezuela, Bolivia, Níger, Filipinas e India, y otros más. Son países donde la pandemia ha permitido posponer elecciones y bloquear a la oposición para que no haga campaña. En fin, eliminar el sistema de pesos y contrapesos y la pluralidad de actores.
Se trata de un proceso de decaimiento, que viene de antes del Covid-19. En 2019, The Economist publicó el Índice de Democracia que realiza desde 2006: el año pasado fue el peor en 15 años. El pluralismo político, la participación, el funcionamiento del gobierno y los derechos de asociación y la libertad de expresión, vienen sufriendo un grave deterioro, también anunció Freedom House el año pasado.
El uso de la emergencia
Debilitado por el ascenso de las grandes multinacionales y el independentismo, el Estado-Nación hoy se está beneficiando de la pandemia. Cierres de fronteras, toques de queda y un histórico aumento del gasto público han llevado a que los estados, y sus presidentes, tengan más poder para definir el ritmo de la política, la economía y las libertades ciudadanas en defensa de la salud pública. Lo que es menos claro, como se pregunta Constanze Stelzenmüller en Brookings Institute, es cómo se están aplicando los sistemas operativos de los Estados: las Constituciones frente al uso del poder de emergencia. ¿Cuál es el uso adecuado de los poderes de emergencia? ¿Cómo se puede contener un Ejecutivo en proliferación? ¿Cómo se pueden proteger las libertades individuales contra un Estado con nuevos apetitos coercitivos?
La figura del estado de alarma, de emergencia (depende del país) es, por los poderes que concede, la excepción a la democracia liberal y su carta política. Aprobarla es legítimo, pero su aplicación debe ser temporal y limitada. He ahí como, por la expansión del poder que ha otorgado la crisis del Covid-19, la excepcionalidad peligrosamente se puede convertir en normalidad, como ocurrió con los gobiernos que antecedieron a la tercera ola democrática (1990).
Para los líderes autócratas, el estado de emergencia es la vía que permite concentrar el poder, simplificar la representación de otros actores y fortalecer el proceso de homogenización institucional. Esto va de la mano con un ascenso en la popularidad de los dirigentes, como ha ocurrido con casi todos los presidentes del mundo por el manejo de la crisis del Covid-19. Así, la popularidad y facultades extraordinarias reúnen las condiciones esenciales para implementar el gobierno de las mayorías y desconocer el gobierno liberal, plural. “Si una mayoría hace un uso excesivo de su derecho, el sistema como tal ya no funcionará como una democracia”, decía Giovanni Sartori.
La expansión del Estado, el aumento del gasto público y la gobernanza por decreto coinciden con la implementación de sistemas de rastreo por medio de aplicaciones de biotecnología. Para controlar la expansión del contagio son una herramienta efectiva, pero sino se regulan bien pueden conllevar a la pérdida total de la autonomía. Ya lo advirtió Nuval Harari hace unos meses: “La desventaja es, por supuesto, que esto le daría legitimidad a un nuevo y aterrador sistema de vigilancia. Si sabe, por ejemplo, que hice clic en un enlace de Fox News en lugar de un enlace de CNN, eso puede enseñarle algo sobre mis puntos de vista políticos y tal vez incluso mi personalidad”
La ausencia de líderes que defiendan la democracia liberal, es el mayor problema. Las potencias, en una reacomodación geopolítica, poca importancia están dando a las instituciones democráticas. Aunque el desmedro de instituciones democráticas en Estados Unidos no ha significado la desaparición de la democracia, como quedó demostrado con el respeto de la Primera Enmienda por parte de varios estados durante la emergencia.
Es posible decir, más bien, que la mayor voluntad para defender la democracia liberal en su conjunto la tiene Europa, donde parece haber un equilibrio entre el Estado, los derechos de la ciudadanía y las instituciones democráticas.
Merkel y Macron, sus estandartes. Y, perentoriamente, sus defensores.