- Los índices del presidente Duque
- No cejar en la esperanza…
Poco se tiene de certeza, hoy en día, de si las encuestas sirven ciertamente para medir la temperatura de la opinión pública. Como se sabe, ese método proviene de la centuria pasada cuando se pensaba que, a partir de contactar a un pequeño número de personas de modo aleatorio, era suficiente en el propósito de indagar y extrapolar el pensamiento de la sociedad entera.
Son estos, entre muchos otros, los mismos mecanismos, si se quiere atávicos, que aún sirven para medir la imagen positiva o negativa de los presidentes y la favorabilidad o desaprobación de sus gobiernos.
En general, fue de esta manera como la política adquirió, asimismo, un carácter publicitario inevitable. Los candidatos a cualquier corporación o a ocupar los más altos cargos de la democracia se convirtieron en un producto a mercadear. Las ideas o los programas pasaron entonces a un segundo plano frente a la prevalencia de la comunicación estratégica. En esa dirección, lo importante eran y son los puntos porcentuales de la imagen. Es decir, la efectividad en producir una conexión positiva entre los electores y los candidatos; entre los gobernados y los gobernantes. Y por eso las encuestas alcanzaron un carácter de oráculo, tal y como sigue ocurriendo en la actualidad.
Si bien se ha tratado de modernizar el asunto, incluyendo elementos de evaluación contemporáneos, en todo caso prima la rutina de los sondeos en sus postulados casi exactos desde mediados del siglo XX. Bajo esos parámetros uno de los elementos fundamentales de cualquier gobierno es, por tanto, saberse mercadear. Es un término antipático, desde luego. Pero, de hecho, los expertos en comunicación estratégica sostienen que no es posible un buen entronque con la ciudadanía si no se entiende que el ejercicio de la administración pública se compone de dos factores equivalentes: ejecutar y comunicar. Cualquier desequilibrio en esta variable indisoluble produce un mal desarrollo gubernamental.
Es probable, en el caso del gobierno del presidente Iván Duque, que exista un desbalance entre ejecución y comunicación. En ese sentido, cuando se ven las cifras, es factible constatar que en cierta medida el programa gubernamental se ha venido ejecutando en los términos delineados para el país, en la campaña presidencial, así como respondiendo a las vicisitudes de la coyuntura: mejoramiento del crecimiento económico, muy por encima de los cánones latinoamericanos; erradicación expeditiva de los cultivos ilícitos, frente al apogeo previo; considerable incremento de los índices monetarios para la educación pública, convocando el diálogo con los líderes estudiantiles; cierre financiero de los proyectos de infraestructura, golpeados por la estela negativa de Odebrecht; atención debida a la escalada migratoria venezolana, pese a la afectación del empleo y los amagos discriminatorios; modernización de la plataforma tecnológica nacional; y así en otras facetas esenciales, ramo por ramo, inclusive aceptando dejar de lado las reformas pensional y laboral que estaban en ciernes.
Pero cuando se trata de comunicar, el tema pasa de castaño a oscuro. No solo por una rendición de cuentas ministerial casi inaudible, sino por la carencia de los insumos integrales que otorga mantener una partitura clara y compartida. Y que de antemano habría exigido saber si se trataba de un gobierno de concertación, colaboración o de cooperación; como, por igual, era necesario soportarse en un partido oficial, aun si minoritario en el Congreso o precisamente por ello, unido y no fracturado, además bajo la tesis peregrina de mostrarse como alternativa; también evitar, de la misma manera, la discordia pública del gabinete; y ante todo no vislumbrar a un presidente en solitario, haciendo un esfuerzo descomunal, mientras existe una aparente abulia a su alrededor.
De suyo, en medio de las marchas y el paro, y aun bajo las secuelas de la moción de censura al ministro de Defensa y las incidencias de la grabación al embajador en Estados Unidos, nadie hubiera pensado que el Presidente aumentaría apenas un punto en su registro de desaprobación, del 69 al 70 por ciento, según la encuesta Gallup emitida anteayer. Mucho menos que, visto el cúmulo de coincidencias adversas, su favorabilidad se mantuviera en torno del 25 por ciento. Una cifra, por lo demás, bastante por encima del 10 por ciento de su homólogo chileno y superior al 19 por ciento de su colega del Ecuador, para solo tocar dos casos sobre los que han querido comparar a Colombia.
No es bueno, por supuesto, mantener índices de favorabilidad exiguos, cuando ellos finalmente son indicadores de confianza. Desde la irrupción de las redes sociales, que a muchos sirven para la frustración y el resentimiento, los gobiernos tienen una exigencia superlativa en dar curso a la esperanza. Es claro que al presidente Duque le han querido erosionar ese camino. Por ello parecería fundamental que no termine el mismo gobierno colaborando en su desgaste, cuando tiene todos los instrumentos a mano para evitarlo.