Petro, el consumista | El Nuevo Siglo
Domingo, 10 de Diciembre de 2023

*La derogatoria de un decreto  

*Confusión por la dosis personal

 

La liberación del consumo de drogas ilícitas en el espacio público, adoptada el sábado en un decreto presidencial, es un eslabón más en el nuevo plan antidroga. En este caso se trata de dar rienda suelta a los jíbaros y otorgar un tratamiento lo más laxo posible al uso de alucinógenos y estupefacientes ilícitos en las calles del país. Cuyo resultado, como es natural, será el de hacer más elástica y expedita la adquisición y disfrute de la dosis personal.

La policía, pues, ya no tendrá mecanismos para controlar el microtráfico en parques, alrededor de escuelas, universidades y otros lugares de esparcimiento público. Ni tampoco podrá sujetarse a ningún tipo de reglamento al respecto, como el derogado anteayer que prohibía poseer, tener, entregar, distribuir y comercializar sustancias sicotrópicas. Mejor dicho, el propósito era dejar a las autoridades sin piso, al igual que en el viejo cuento de la venta del sofá.

Es factible deducir, entonces, que habrá una expansión del mercado nacional, especialmente entre adolescentes y jóvenes, o al menos esperar que los productores aprovechen la indeclinable oportunidad que se les abre para expandir la oferta y encontrar el modo de promover y ampliar la demanda. Ni más faltaba que no fuera así, frente a la lucrativa desmovilización policial. Al fin y al cabo, según el concepto presidencial, ante todo prevalece el interés del consumidor sobre cualquier otra consideración ciudadana. Con base, además, en una interpretación extrema del capitalismo. Inclusive por encima de la más rancia estirpe neoliberal.

En efecto, esta noción abiertamente consumista, que desdice de las modalidades, prevenciones tributarias o alertas correspondientes, como en cambio sí ocurre con otros productos al estilo del licor, cigarrillos, gaseosas y alimentos ultraprocesados, entre otros, resulta muy propia de eso que los autodenominados progresistas podrían llamar el “derecho a las drogas”. A fin de cuentas, siempre es lo mismo. Ante cualquier tema, en vez de solucionarlo o reducirlo, se le dispara un “derecho”. Además, autónomo e inalienable. Y ya está...

Pero lejos de ese criterio liberalizante o progresista, es decir, en una plataforma ideológica eminentemente liberal, los derechos de la persona limitan con los derechos de las demás. Aún más, la Constitución colombiana impone ciertos derechos superiores, en particular los de los niños. De los que la Carta se cuida en enumerar de forma taxativa y darles categoría social predominante. Así como a los adolescentes es deber brindarles protección y formación integrales. Sabido, para el caso, que siendo la juventud carne de cañón del microtráfico es como mínimo anómalo, si no inaudito y cuando menos inconstitucional, para no hablar de prevaricato, que el Estado haga las veces de correa de transmisión al apartarse de sus funciones para neutralizar y minimizar su actividad.

Porque si bien en Colombia se acepta la dosis personal, en aras de una discutible interpretación del derecho al libre desarrollo de la personalidad, aunque así es legalmente pese a que la conexión sicotrópica en la materia no sea del todo clara, en ningún modo se avala la promoción del consumismo. Ni en absoluto se legitima el uso indiscriminado de alucinógenos y estupefacientes prohibidos. Ni mucho menos que se convierta el espacio público en ollas y cloacas. Como tampoco que el bareteo, la recurrencia a la cocaína o en su caso el uso del éxtasis, basuco, crack, fentanilo, tranq y en general de los opiáceos y demás sean, en absoluto, elementos de la convivencia ciudadana.

Por eso las máximas autoridades judiciales, si bien dieron curso a la dosis individual, igualmente aceptaron el complemento con las limitaciones ahora derogadas dentro de la nueva política consumidora. No obstante, ahí está la jurisprudencia, a ser tenida en cuenta en las demandas del acto administrativo que de seguro vienen con miras a no compartir la motivación e indigestión jurídica aducidas.

Una cosa, ciertamente, es que en sus domicilios quien sea proclive a consumir este tipo de drogas lo haga acorde con la legislación y en la reserva del entorno privado. Sin embargo, ese acto proviene de una producción y comercialización de hecho ilícita, por tanto, en manera alguna puede ser modélico, obtener carta blanca de alcance colectivo, ser expresión de un referente cultural mancomunado y público o actuar de aglutinante social. De suyo, países pioneros de la descriminalización están de regreso a esos mecanismos.

Aunque no hay que confundir consumo marginal con adicción, el registro de personas que padecen enfermedades y trastornos graves o muy graves, por el uso de drogas ilícitas, se ha disparado en el mundo, después de la pandemia, hasta una cifra cercana a los 40 millones (aumento de 45 % en una década). La estadística, pues, confirma el proceso adictivo de que vive la industria como base del negocio. En Bogotá, por ejemplo, más de 160 mil personas que pasaron del uso ocasional a la adicción hoy urgen tratamiento. Y, en muchos casos, es conocida la tragedia personal y familiar que esa situación supone gracias al microtráfico y la desidia estatal.

El primer mandatario, que es un prohibicionista (no solo es el caso del petróleo), para el tema en mención, aunque solo sea adicto al tinto, tiene la manga ancha de quienes creen que la solución es favorecer el consumismo que, por lo demás, critica en todo. Salvo en esto.