Defensa de la vida | El Nuevo Siglo
Viernes, 24 de Mayo de 2024

* Lo que significa la Constitución

* La pérfida ley de la selva

 

Todo el mundo sabe que incitar de cualquier modo al uso de las armas legítimas para derrocar o neutralizar a un gobierno democrático es un delito. Eso está claro. Pero también puede ser un ilícito interferir, de la misma manera, en las actividades primordiales de las autoridades instituidas en la Constitución para proteger, en primer lugar, a los colombianos y extranjeros residentes en el país, tanto en su vida como en su integridad y desarrollo plenos.

Esa es, naturalmente, la razón de ser de cualquier estructura política, todavía más en una que se precie de progresar en democracia, al estilo de la colombiana. Porque desde luego tan solo la vida como origen positivo del ser social y una vez garantizada su permanencia, sin ningún tipo de distingo ni reserva, puede desenvolverse en un ámbito colectivo y dirigido al bien común.

En efecto, sin esta mínima garantía de la existencia, es decir, dejando de lado aquel axioma, las demás facultades constitucionales adscritas a las autoridades lógicamente pierden todo soporte y motivación. De poco vale amparar la honra, bienes, creencias y demás derechos y libertades de los ciudadanos, así como asegurar el cumplimento de los deberes sociales del Estado y de los particulares, según reza la Carta colombiana, si la vida se deja expósita y sometida a su virtual o efectiva eliminación. Permitirlo es condenar a los ciudadanos a vivir, palabras más palabras menos, en la pérfida ley de la selva. Que es lo que ocurre cuando no se tiene en claro este precepto elemental.

De allí precisamente que, para quienes por cualquier circunstancia no lo hubieran leído, la propia Carta de 1991 tuvo que indicar, como primer derecho fundamental, que “el derecho a la vida es inviolable”. Aunque todos los derechos son en estricto sentido inviolables, es decir, señalados como cosa justa y propia de un beneficiario, el constituyente hubo de hacer énfasis en el anterior dictamen de inviolabilidad física suprema en un país por lo común asediado por los violentos. Así lo hizo, por supuesto, y si bien a algunos pudiera parecer redundante, acentuando el concepto jurídico y filosófico de persona. De la cual, con base en el respeto a la vida y el principio de igualdad legal, se derivan los derechos, garantías, deberes y libertades individuales. Por ende, recibiendo obligatoriamente todas las personas la misma protección y trato de las autoridades y siendo aquellas, en términos del Código Civil, “todos los individuos de la especie humana”, cualquiera sea su edad y sin discriminación alguna. De suyo, la Constitución manifiesta de antemano que el Estado reconoce la primacía de los derechos inalienables de las personas.         

Es justamente en ese propósito, entre otros, que el desempeño de las fuerzas militares está, de forma taxativa, consagrado en la Constitución para imponer ese reconocimiento a quienes armados se resistan a este postulado y los reduzcan en los términos de ley. Incluso no hay que olvidar, en principio, que según la misma Carta no es el Estado, sino más allá, la Nación, la que tiene (o detenta) el organismo castrense, de acuerdo con el articulado textual correspondiente. Y que, entre las finalidades primordiales en el uso de la fuerza legítima, aparte de la defensa de la soberanía, la independencia y la integridad del territorio nacional, está la defensa del orden constitucional. De hecho, se trata lo último de una particularidad del régimen jurídico colombiano, no por poco tradicional en otras latitudes, insoslayable, dadas, ciertamente, las circunstancias típicas de nuestro país donde la barbarie y la agresión organizada de algunos componentes ha sido y es caldo de cultivo del terror y la violencia incesantes, siempre en aras de sacar provecho de la erosión y convulsión suscitada contra la soberanía popular y el interés general.

En esa dirección, agrega la Constitución que corresponde al presidente de la República conservar en todo el territorio el orden público y restablecerlo donde fuere turbado. Lo que para las Fuerzas Militares significa, en igual sentido, la defensa del orden constitucional bajo la supremacía del primer mandatario como comandante superior. Se trata, pues, de un designio constitucional mancomunado e indisoluble cuyo propósito no puede ser ninguno diferente al determinado en los preceptos antedichos y por eso es de plena responsabilidad de la rama ejecutiva.

Y es también en virtud de esto que la misma Carta hace responsables a los servidores públicos, no solo que infrinjan sus premisas y leyes, sino que las omitan o que se extralimiten en el ejercicio de sus funciones. O sea, para el asunto en mención, que evadan la conservación o recuperación del orden público o que, para hacerlo, desborden sus atribuciones. Es decir, que en una u otra vía caigan en el prevaricato.

En estos días se viene hablando en el país, en medio del desbordamiento evidente de la violencia y la inseguridad, de una grave omisión del Ejecutivo al respecto o tal vez peor de una interferencia en la misión de las fuerzas estatales. Nos cuesta trabajo creerlo, aunque la sensación de orfandad generalizada y la anarquía preponderante sean concluyentes. En ese caso son los hechos contrarios a esas conductas los que pueden revertir eso que se da por descontado. El presidente tiene la palabra.