- Sopesar objetivamente alcance de iniciativas
- El país reclama otras medidas anticorrupción
Cuesta entender que en el arranque del gobierno que ha impuesto como consigna la “cero mermelada” estén avanzando en el Congreso sendos proyectos de reforma constitucional que permiten a los senadores y Representantes a la Cámara poder determinar directamente asignaciones de presupuestos a obras y programas en sus respectivas regiones o fortines electorales. Una posibilidad que algunos de sus críticos han bautizado ya como “mermelada 2.0” o “neomermelada”.
Se trata de dos iniciativas que, paradójicamente, sus impulsores sostienen que lejos de buscar institucionalizar ese transaccionismo nocivo entre gobiernos de turno y congresistas, estarían orientadas a quitarle al Ejecutivo la posibilidad de influir en la voluntad de los parlamentarios a cambio de prebendas burocráticas y presupuestales.
La primera de esas iniciativas está contenida nada menos que en el proyecto de reforma política que llega a tercer debate en la Comisión I de la Cámara. Al modificar el Artículo 346 de la Constitución se plantea que “por lo menos una quinta parte del presupuesto nacional de inversión se denominará Inversión de Iniciativa Congresional. El Congreso, por iniciativa de sus miembros y con aprobación de las plenarias, podrá solicitar la inversión en proyectos específicos que previamente hayan sido aprobados por el Departamento Nacional de Planeación”. Si aterrizamos ese porcentaje al Presupuesto General de la Nación aprobado por ese mismo Parlamento para 2019, por un monto total de $258,9 billones, de los cuales $46,8 billones son para inversión, habría que decir que los senadores y Representantes podrían dirigir la destinación de más de $9,3 billones.
Varios sectores políticos, económicos, sociales e institucionales advierten un riesgo mayúsculo si se da un paso en ese sentido, dados los antecedentes de corrupción y politiquería con los llamados “cupos indicativos” presupuestales (llámense popularmente ‘lentejas’, ‘oxígeno’ o ‘mermelada’). Sin embargo, los partidarios de la idea, en cabeza del Centro Democrático, sostienen que la “Inversión de Iniciativa Congresional” permitiría hacer sobre la mesa, con control, veeduría y transparencia, lo que en el pasado se ha hecho por debajo de la misma, sin vigilancia, a escondidas y ninguna claridad.
Por otra parte, en la Cámara ya se le dio visto bueno a otro proyecto de acto legislativo que, según sus partidarios, en aras de garantizar la independencia del Legislativo frente al Ejecutivo, da vía libre para que cualquier congresista pueda presentar modificaciones a las partidas contempladas por el Gobierno en el Presupuesto General, con el propósito de beneficiar, por iniciativa propia, a las diferentes regiones que representan. Los defensores de esta propuesta sostienen que con ella se acaba la actitud mendicante de los parlamentarios ante la Casa de Nariño y los ministros de turno, situación que muchas veces termina en ‘compra de conciencias’ y la construcción de coaliciones basadas no en afinidad programática, sino en el cruce de apoyos a la agenda legislativa gubernamental a cambio de partidas de recursos y puestos.
Más allá de ese pulso de posturas a favor y en contra de estos dos proyectos, no parece este el momento nacional ni el escenario político para abrir camino a la iniciativa presupuestal del Congreso. La votación record de la consulta popular anticorrupción, a finales de agosto, dejó en claro que la opinión pública está exigiendo un cambio de costumbres políticas de manera urgente. Después de la racha de escándalos con recursos públicos que involucra a muchos funcionarios oficiales y particulares, plantear la posibilidad de que ahora los senadores y Representantes puedan definir, con amplio margen de autonomía, hacia qué proyectos y programas se dirigen dineros oficiales resulta casi que desafiante de esa clima de indignación popular. Es más, cabría preguntarse si solo por el hecho de que el direccionamiento presupuestal se haga sobre la mesa, en el Congreso, se acabarán las redes y carruseles de contratación que, en complicidad con políticos, altos funcionarios, gobernaciones, alcaldías y empresarios se han enquistado en las instituciones para esquilmar el erario.
Tanto el Congreso como el Gobierno -que apoya el artículo incluido en el proyecto de reforma política- deben analizar con más detenimiento esta clase de iniciativas. La opinión pública no está pidiendo, como si fuera la panacea, un cambio en el modelo de asignación presupuestal y menos aún darle al Parlamento, el órgano estatal más desprestigiado, un rol más protagónico en tan delicado asunto. Lo que está urgiendo es que no se roben la plata. Y esto solo se garantiza con un mayor control de proceso y vigilancia efectiva sobre la inversión y ejecución de los recursos, así como con una persecución sin cuartel y drásticos castigos penales, disciplinarios y fiscales a los corruptos. Insistir en otras alternativas, como se dijo, desafía a una sociedad hastiada de toda la podredumbre en lo público. Bien enseña el conocido refrán: “El palo no está para cucharas”.