* La peor época desde los dinosaurios
* Estado incapaz de controlar el territorio
A propósito de la COP16, cuya sede fue otorgada a Colombia y el gobierno estableció en Cali, quizá no estaría de más escribir unas notas al margen sobre lo que este evento significa. Y no por la vitrina turística, réditos económicos, creación de empleo, inclusive otros efectos colaterales positivos, sino porque ante todo el tema está íntimamente relacionado con la entraña de nuestro país: la biodiversidad.
No está mal, pues, reiterarlo. En particular, porque esta jornada internacional nos obliga a mirarnos al espejo. De forma que al mismo tiempo que las 190 delegaciones del planeta discuten y evalúan los primeros resultados del Marco Mundial de Biodiversidad, logrado en Montreal hace dos años, se pueda hacer una evaluación de las circunstancias por las que atravesamos en materia tan sensible y ya que nos tocó en suerte realizar la cumbre en reemplazo de Turquía.
Por supuesto los retos a nivel planetario son gigantescos. Según datos de expertos confiables, despojados del extremismo que en ocasiones acompañan estas cifras, se vive el proceso más notable de extinción de fauna y flora desde la desaparición de los dinosaurios. Alrededor de un millón de plantas y especies animales están en riesgo. Posiblemente no lo veamos, porque el fenómeno no guarda las proporciones que tenemos en mente frente al ocaso de los grandes saurios, pero conlleva las mismas connotaciones descomunales.
No en vano el sistema de alimentación mundial, para solo tocar los aspectos agrícolas, provoca que unas 28.000 especies permanezcan en ese peligro. Mientras que la deforestación modificó, en un pernicioso procedimiento de siglos, el rostro de los bosques. No solo se afectó uno de los ecosistemas más sensibles del planeta, sino que se desequilibró el régimen del clima. Al paso de que, durante tanto tiempo, se expandieron los factores del cambio climático mientras se destrozaban los sumideros de carbono, en paralelo, ciertamente, de una industrialización que apenas cobró cierto grado de conciencia naturalista con los sistemas de áreas protegidas (parques) y más recientemente el desarrollo sostenible. Así, hoy se calculan 420 millones de hectáreas de deforestación, digamos que un territorio cuatro veces la magnitud de Colombia. Es decir, una desolación infinita al estilo de la que, en pequeño, puede percibirse en la isla de Pascua, con la depredación nativa y aparte de las maravillas escultóricas.
Por eso, ante la pérdida acelerada de biodiversidad las metas buscan proteger al corto plazo el 30% del planeta, restaurar un índice similar de ecosistemas degradados y, en específico, consolidar y aumentar la financiación internacional que permita una rápida implementación de la salvaguarda ambiental.
Frente a lo dicho, y en lo que nos toca, el país no puede en tanto quedarse a la saga y embebido en el propagandismo tradicional de ser uno de los países más megadiversos del mundo. Porque si bien está en el top, lo que es bienvenido de pedagogía, a su vez esta requiere, para su eficacia al menos interna, no dejar en absoluto de lado que precisamente esa riqueza colectiva es la que a diario está en jaque. Desde luego, como anfitriones, es plausible destacar el patrimonio ecológico colombiano, pero no ha de ser óbice para que no sepamos lo que, desde hace tiempo, nos viene pierna arriba.
También es Colombia pionera, por ejemplo, de la expedición del primer código mundial de recursos naturales. Y tiene en su acervo haber puesto los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) en la agenda internacional. Por lo demás, tiene para mostrar una de las matrices energéticas más limpias del mundo, por su gran dinámica hidrológica. Y goza de enormes recursos genéticos, en especial en la Amazonia. En todo caso, detener la ruina y degradación de la biodiversidad es una responsabilidad que no admite paliativos y el hospedaje de la cumbre pone aún más de presente esa exigencia imperativa.
El problema central consiste en que la multiplicidad de factores que juegan por fuera o en contra de la institucionalidad, además con una violencia recalcitrante y una depredación ecológica enfermiza, ha afectado de manera superlativa y criminal la protección de la biodiversidad en Colombia. Frente a semejante embate es evidente la insuficiencia del modelo de protección ambiental, pero muy en particular porque, en todas sus facetas, el Estado ha sido incapaz de cubrir la totalidad de su territorio. Y ese es el gran drama ecosistémico y de la biodiversidad en el país. No para hacer de aguafiestas en la cumbre, pero en cualquier caso para tenerlo en cuenta.