Decía Gandhi que “todo lo que se come sin necesidad se roba el estómago de los pobres” y es este precisamente el más lamentable de los efectos sociales que genera la corrupción -como uso indebido de los recursos de la sociedad-, pues es un atentado contra los distintos programas de desarrollo de un país, más aún contra aquellos que buscan superar los obstáculos de la pobreza.
El acto de corromper o de corromperse denota la conformación de cadenas. Vale la pena recordar la película mexicana La ley de Herodes (1999), cuando un presidente municipal interino bajo el lema “si no transa, no alcanza” entra en el círculo de corrupción mientras la población sobrevive su bajo estándar de calidad de vida. En el caso del Estado ha llegado a impregnar a algunos miembros de las instituciones que hacen las leyes, imparten justicia o ejercen el gobierno.
Curiosamente, la alta indignación generada por las recientes denuncias de corrupción en el país, que involucran hasta exmagistrados de la Corte Suprema de Justicia, contrastó con el día nacional de la lucha contra la corrupción (18 de agosto).
Trasparencia por Colombia, capítulo de Transparencia Internacional, en alusión a este día, señaló la necesidad de imponer, además de una sanción judicial, una sanción social a los corruptos. Esto en el entendido que el frente es corresponsabilidad de todos: el Estado, la ciudadanía, el sector público y el sector privado. Es decir, que existe el deber de despertar el control por parte de los ciudadanos y “rodear a las instituciones democráticas” en torno al objetivo de erradicarla.
Si bien la denuncia constituye la principal herramienta para enfrentar a la corrupción, la naturalización o impregnación de sus formas al interior de las instituciones son su mayor impedimento. Nada mejor para los corruptos que esos hechos se vuelvan naturales, con la grave excusa del “todo el mundo lo hace” sin temor alguno de trasgredir la ley y menos aún la propia ética.
Existen motivos que impiden el verdadero valor para la denuncia. Prácticas, denominadas “ismos”, tales como el asistencialismo - sin transitoriedad hacia la autosostenibilidad-; el populismo, clientelismo, triunfalismo, centralismo e incluso la misma cooperación internacional, son espacios muchas veces tocados por la corrupción.
Además de la sanción judicial, la sanción social, más allá del dictamen mediático, debe tener una medida exacta del perjuicio causado a la sociedad. El llamado impacto de los proyectos sociales es una de las formas para evaluar el retorno de la inversión y su afectación positiva al desarrollo. Así también puede valorarse la menor cobertura educativa alcanzada o pérdida en la eficiencia de la justicia o mayor deterioro en la infraestructura vial de las regiones que generó el acto ilícito.
Sin lugar a dudas la mayor indignación que produce la corrupción es la desviación de recursos aportados por los ciudadanos para el desarrollo del país, de ahí la importancia de fijar como sanción social la medida de la reducción del impacto económico esperado de cada proyecto afectado.
*Miembro Consejo Corporación Pensamiento Siglo XXI