Pequeños lugares, gran importancia | El Nuevo Siglo
Viernes, 7 de Octubre de 2022

A veces asuntos de la mayor entidad acaban dependiendo de factores aparentemente anodinos. Lo que a primera vista carece de relevancia puede acabar desempeñando un papel crucial en el curso de los acontecimientos, definiendo la suerte de imperios y pueblos enteros.  Así lo intuyó Pascal:  si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta, la historia del mundo habría sido diferente.

Hay que tener cuidado a la hora de juzgar algo como nimio y desdeñarlo por eso.  La sabiduría de la lengua española es en esto, como en tantas otras cosas, aleccionadora. Una nimiedad es una insignificancia. Pero nimio también significa excesivo. Las cosas nimias tienen, por lo tanto, y quizá gracias, precisamente, a su pequeñez, el potencial de llegar a ser importantes. Exageradamente importantes, incluso. Que Julio César y Antonio digan si no.

Esto se hace particularmente evidente en tiempos de efervescencia geopolítica.  Pequeños lugares, habitualmente marginales en el mapa político internacional, acaban cobrando una gran importancia.  Sobre ellos empieza a recaer una inusitada atención. Se convierten en objeto de deseo y en causa de disputa. Se los intenta seducir tanto como coaccionar. Devienen preseas de una competencia ajena en la que otros miden sus fuerzas, y a la que asisten forzosamente invitados.

En el mercado de la política global, cotiza al alza su valor relativo -aunque ello no los inmunice contra la volatilidad imperante-. Súbitamente, adquieren conciencia de todo esto: de la oportunidad de invertir y sacar réditos de su propia valía; pero también de que enfrentan el riesgo inherente a cualquier especulación.

Esto es lo que están experimentando, justo ahora, los microestados insulares del Pacífico. Durante el último año se han convertido en escenario recurrente de intensas romerías diplomáticas, en destinatarios de toda suerte ofertas y promesas -unas mejor recibidas que otras-.  Chinos y estadounidenses, principalmente, pero también australianos, británicos y franceses, e incluso los indios, han puesto sus ojos en esos puntos diseminados en el océano, en un esfuerzo por conectarlos y alinearlos a imagen y semejanza del patrón que dibujan sus propios intereses.

Los microestados insulares del Pacífico tienen, obviamente, cada uno los suyos, unos más convergentes que otros. Y tienen también sus propias preferencias y afinidades electivas. Pero acaso coinciden en algo esencial:  ninguno quiere ser un mero peón en el tablero, una nota al pie perdida en la estrategia de otros.  Así debió quedarle claro a China en mayo pasado, cuando naufragó (nunca mejor dicho) su propuesta de un tratado integral de seguridad, rechazada por 10 de aquellos Estados.  Y a Estados Unidos, en la cumbre que convocó recientemente (la primera de la historia entre Washington y estas naciones), cuando tuvo que eliminar de la declaración final ciertas alusiones que parecieron “incómodas” a alguno de sus huéspedes.

Así están las cosas.  En el actual juego de la política internacional, toda ficha importa.  En palabras de un diplomático estadounidense, a propósito de las próximas discusiones sobre Ucrania en la ONU, “por cada India (cuyo apoyo) se consigue, cada Barbados cuenta también, o cada Fiyi cuenta, cada Palau cuenta”.

* Analista y profesor de Relaciones Internacionales