La historia nos enseña que la violencia no brotó espontáneamente, ni se extendió de un día para otro. Fue necesario que los enfrentamientos partidistas incendiaran los ánimos, para que los colombianos acumularan tal cantidad de odio hacia sus adversarios políticos, que una chispa bastara para incendiar regiones enteras. Los jefes políticos, de entonces, supieron convivir en paz y, en la mayoría de los casos, no convirtieron los choques políticos en enemistades personales. Pero las masas que los seguían no hicieron esa distinción. Cobraron ojo por ojo y diente por diente con toda la ferocidad de los odios reprimidos.
Sin la pausa tranquilizadora del Frente Nacional no habríamos recuperado la sensatez que permitió una cura de reposo. Los pactos de Benidorm y de Sitges, firmados por Alberto Lleras y Laureano Gómez, ratificados por el plebiscito de 1957, trajeron una paz inmediata. Colombia superó un gobierno militar y se dio el lujo de aplicar fórmulas propias, pensadas para nuestro caso específico.
Desafiaban a los ideólogos que las consideraban contrarias a las normas democráticas consignadas en los libros de texto, es cierto, pero resultaron eficaces porque correspondían a las realidades colombianas. Probablemente no serán aplicables en otros países, pero aquí sí resultaron operantes. Tanto que pronto los críticos comenzaron a usar las libertades recuperadas, para acabar con las normas que propiciaron esa recuperación.
Surgieron las guerrillas nuevas, con respaldo del exterior, y comenzamos a identificar las de la línea Moscú, las maoístas, las castristas y las subdivisiones que correspondían a los matices revolucionarios de sus grupos madre. Fidel Castro y el Che Guevara anunciaron que convertirían la Cordillera de los Andes en la Sierra Maestra de América. Y en medio de la confusión, el secuestro, las extorsiones y el narcotráfico reemplazaron las fuentes de financiación extranjeras.
Ahora, cuando la violencia parece tranquilizarse asoman su cabeza de nuevo los signos que recuerdan los inicios del mal, con otras apariencias y otros pretextos, por supuesto.
Las guerrillas entraron en un proceso de atomización, con el surgimiento de nuevos grupos que actúan cada vez más independientemente, y pronto pedirán que se les reconozca, como se está haciendo con sus organizaciones de origen.
Los partidos tradicionales se evaporaron y el panorama político aparece poblado de agrupaciones nuevas sin tradición, fortaleza, organización ni autoridad para imponer las condiciones de una paz estable.
Los jefes volvieron también personales las batallas políticas y arrastraron a sus seguidores a posiciones beligerantemente extremistas. Todo esto entre el clamor del país que grita desesperado ¡no más polarización!, pues no comprende que puedan hablar con la guerrilla para desmontar las instituciones, pero no conversar entre sí para fortalecerlas.
¿El país es consciente de que está repitiendo los pasos que nos llevaron a la situación de la cual tratamos de salir? Con unas diferencias: entonces no había narcotráfico, ni corrupción rampante, ni atentados terroristas, ni vecinos incendiarios empeñados en desestabilizarnos.