Uno de los sectores más resistentes al cambio y mayormente apegado a las tradiciones es la administración de justicia. Semejante circunstancia no es solo predicable de Colombia, sino que es común a casi todos los países y tiene mucho que ver con la naturaleza de las tareas de las que debe encargarse el sector justicia. Los procesos judiciales son actividades altamente reguladas a través de los Códigos de Procedimiento que fijan de manera estricta y con arreglo a principios y garantías fundamentales cómo debe adelantarse cada fase hasta obtener una sentencia.
Súmese a ello que la nuestra es una sociedad altamente conflictiva y con una gravísima tendencia al uso de los atajos (por llamarlos eufemísticamente) de donde surge que los procesos en lugar de simplificarse, tienden a complejizarse. Autenticar un documento en una Notaría, por ejemplo, es un trámite que implica más de 7 pasos, incluidos los de la revisión biométrica.
Tales dificultades han hecho que en la rama judicial siempre haya habido esfuerzos personales, que a veces terminan en procesos institucionales, para adoptar y adaptar los adelantos tecnológicos. Por allá desde los lejanos años ochenta el Magistrado de la Corte Suprema, Jaime Giraldo Ángel, venía bregando para la introducción de los computadores y algunos procesos automatizados en la Justicia. La embajada de los Estados Unidos de América donó recursos para el efecto que tuvieron que manejarse a través de una fundación privada nacional porque el Consejo de Estado de entonces conceptuó, palabras más, palabras menos, que recibir los dineros directamente sería una “grave injerencia de una potencia extranjera en la administración de justicia”.
Así ha sido siempre, el formalismo de los conceptos legales opuesto a la realidad. El primer Juzgado que intentó tener procesos informáticos estaba ubicado en Itagüí (Antioquia) y la financiación no era estatal sino de la muy privada Fundación Corona. Don Hernán Echavarría Olózaga tenía claras dos ideas fundamentales para el desarrollo del país: Mejorar la administración de justicia y el establecer el impuesto a la tierra.
La llegada del internet y de las redes sociales (Twitter, WhatsApp, Instagram, Facebook, etcétera) creó otro problema para la institucionalidad siempre rezagada. Las primeras páginas web de las Cortes fueron sufragadas por Magistrados y empleados que sacaban de su bolsillo para pagar el dominio .Co, mientras las autoridades definían en qué rubro y a qué cargo debería cargarse ese costo, que no sabían si era gasto o inversión. Igual sucedió al principio con las cuentas de Twitter. La Constitucional fue la primera que se “atrevió” y enseguida la siguieron la Suprema y el Consejo de Estado y entre las tres suman mas de medio millón de seguidores. Nada mal para cuentas serias que solo divulgan fallos judiciales.
En ese mismo esfuerzo personal se inscriben algunas cuentas de Instagram, como la muy novedosa del Juzgado 13 Civil del Circuito de Medellín donde la Juez y varios de los empleados explican procedimientos, comunican la agenda del Juzgado y muestran audiencias, todo lo cual les interesa a los casi tres mil seguidores que tiene esa cuenta.
La justicia se acerca así a los usuarios sin resignar la seriedad de su ejercicio.
@Quinternatte