Por un minuto, imaginen los lectores que la Corte Suprema de Justicia le dicta orden de detención al expresidente Álvaro Uribe, en el proceso que le sigue por el tema de los falsos testigos. El país quedaría en estado de shock, seguido de la indignación de sus amigos y del júbilo de sus enemigos, con manifestaciones larga y metódicamente preparadas. Reacciones que suponen ya medidas, porque vienen haciendo ensayos con la opinión pública, subiendo poco a poco la temperatura del juicio mediático, que ha precedido al jurídico, hasta hacerles creer a los estrategas, que aquí "no pasará nada".
Pero quedémonos en el escenario previo, en el estado de shock, definido en medicina como "el estado en que entra el cuerpo cuando no recibe aporte suficiente de sangre a los tejidos y, por tanto, no llega el oxígeno necesario a los órganos para que estos realicen sus funciones. Estado que puede llevar a un fallo multiorgánico".
En ese momento, el golpe de realidad, paradójicamente, permitirá hacernos preguntas, por fuera del control de "los controladores".
¿Cuál fue el delito que ensañó a sus perseguidores hasta cercarlo como en una cacería? Definitivamente no es el delito por el cual lo procesan. Si esa misma vara se utilizara para medir a varios de sus antecesores y sucesores o nada les habría pasado o conformarían todos un club de procesados. Y si hacemos la comparación con el buen trato dado a quiénes cometieron delitos de lesa humanidad, el juicio se cae estrepitosamente.
¿Entonces cuál fue su delito? Desafió un sistema tácito, preestablecido, de sucesión presidencial y de concentración del poder político en unos pocos. ¿Qué lo llevó a desafiarlo? Una aguda inteligencia emocional que le permite conectarse personalmente con sus electores en la plaza pública. Allí encuentra la aceptación que le da pleno sentido a su vida.
Desafió también el poder de los grandes medios y construyó su propia red de comunicaciones, sumando medios pequeños a punta de buen trato. Porque Uribe, contrario al imaginario, es muy fácil de cerca, se conecta rápidamente con el interlocutor y es posible percibir hasta su vulnerabilidad. Él lo sabe, por eso se hace acompañar siempre de un lazarillo, de turno, que varía según sus inseguridades, reales o imaginarias y que puede terminar decidiendo por él.
Su personalidad produce una especie de contagio emocional entre sus seguidores. Contagio positivo cuando empoderó a Colombia para que dejara de temer a la guerrilla y logró colonizar un espacio mental de seguridad en cada uno. Y contagio negativo cuando al usar expresiones como “le doy en la cara marica” u otras decisiones de corte autoritario, propias de su personalidad primaria, empoderó también a muchos inseguros con fuerzas para cometer excesos.
Al reivindicar su condición de “campesino”, amante de su tierra, de los caballos y de lo autóctono, contagió un “amor por la patria” desde abajo y derrumbó la tendencia extranjerizante, propia de las élites. Los conceptos de patria, bandera y escudo nos generaron identidad. Pero, pese a su aparente seguridad en sí mismo, nunca se sintió seguro en Bogotá. Tal vez por eso creyó legitimarse rodeándose de “Santos”. El resto de la historia ya la conoce el país.
Hoy vale la pena preguntarnos: ¿Cual sería la historia si Uribe no hubiera llegado al poder?