Desde niño le repetí a mi hijo que "todos los seres humanos somos juegos de luces y de sombras y cada uno de nosotros elige con qué parte del otro relacionarse". Descubrí, de pronto, que últimamente estaba alejándome de lo que tanto había repetido a mi hijo. He andado tan preocupada con el acontecer político, que me dejé agobiar por el exceso de visibilidad que ha tenido la oscuridad de algunos hombres.
Después del encierro, provocado por la pandemia, parecen haberse agudizado los sentidos, la capacidad de percibir el sufrimiento del otro. La sintonía, consciente o inconsciente, de la vecina muerte nos ronda a todos por igual. Es como si acabáramos de descubrir que somos finitos. Despertamos a nuestra vulnerabilidad colectiva y compartimos los sentimientos de desprotección. Por eso duele tanto ver, en vivo y en directo, el sufrimiento del pueblo ucraniano y lacera por dentro el vil asesinato de dos niños, Salomé y Daniel, en un acto terrorista en Bogotá. Es como si sucedieran por primera vez. Es inevitable experimentar desconsuelo e impotencia. Y no se le puede exigir a nadie que se sustraiga al pesimismo, pues los recursos sicológicos y espirituales son escasos.
Sin embargo, tuve que volver a escuchar las palabras del Papa Francisco en la homilía de la Consagración de Rusia y Ucrania al Corazón Inmaculado de María, para recordar que “mientras las bombas destruyen las casas de nuestros hermanos y hermanas indefensos en Ucrania, nos provocan miedo y aflicción, experimentamos impotencia e incapacidad, es cuando necesitamos escuchar que nos digan: ¡No temas! Las seguridades humanas no son suficientes, es necesaria la presencia de Dios”. Y no se trata de ser ingenuos en la fe, pues es claro que Dios nos quiere santos, pero no bobos. "Mansos como la paloma y astutos como las serpientes" (Mateo 10:16). Nadie nos pide que nos rindamos al mal, ni mucho menos que nos sometamos, por miedo, a su dominio, sólo que reconozcamos y ofrendemos nuestra vulnerabilidad.
Sin embargo, es inevitable preguntarse si el hombre que hace el mal ¿tiene reversa? ¿Es posible su retorno al ejercicio del bien? Recuerdo una reciente conferencia del prestigioso neurocirujano Remberto Burgos, donde aseguró que, conductas repetidas como la corrupción, la mitomanía, la violencia, crean en el individuo nuevas conexiones neuronales que conducen a silenciar la advertencia que se produce en el lóbulo prefrontal. Este empieza gritando para alertar sobre la inconveniencia de la decisión, pero en la medida que el acto se repite una y otra vez, el tono de la voz de advertencia se disminuye hasta desaparecer. Se pierde la introspección. Y, más grave aún, asegura el científico, que estas conductas se heredan.
Tal vez sea el momento de silenciar el ruido exterior y recordar lo que sentenció el Papa: “Nosotros solos no logramos resolver las contradicciones de la historia, ni siquiera las de nuestro corazón. Necesitamos el Espíritu de amor, porque nuestro amor es precario e insuficiente”.
Hoy elijo creer, porque fui testigo en varios casos, que el mal sí es reversible.