Sectores adversos al partido republicano, en los Estados Unidos, han señalado que el discurso de Donald Trump, aceptando la nominación presidencial en la Convención partidista, fue “oscuro”. Esto en el sentido de ser fatalista y de señalar una realidad catastrófica que no se compadece con el paraíso que algunos vislumbran y enfatizan de la era Obama. De tal modo, parecerían sugerir, los Estados Unidos están mucho mejor y la actitud de Trump no es más sino una estrategia para denunciar una crisis que no tiene tales visos. Se trataría de deprimir los espíritus y sacar réditos de ello.
Es posible, ciertamente, que la concepción ideológica del candidato republicano tenga una noción diferente del optimismo. Hace tiempo quedó atrás, según él, el “sueño americano” y la nación no es, por ejemplo, aquella que surgió alegre y espontánea después del triunfo en la Segunda Guerra Mundial. Hoy las cosas son a otro precio. Estados Unidos no tiene el talante triunfalista y positivo de otras épocas. De hecho, muchos indicadores económicos están en declive y la inseguridad campea por las calles.
No basta, pues, con creerse el cuento de que todo está bien y de tratar, a como dé lugar, de preservar el escenario cómodo en que antes navegaba el partido demócrata. Porque, para ser sinceros, Estados Unidos no tiene hoy el empuje y el talante que lo llevó a ser el emblema de Occidente. Por el contrario, la pobreza sobresale, la educación pública en muchos casos es un desastre, el problema de la salud sigue sin solución, la infraestructura se ha deteriorado y el liderazgo mundial no parece el más asertivo. Desde luego, el gobierno de Barack Obama fue un éxito en la medida que pudo comprobarse que un afrodescendiente podía ocupar la Casa Blanca sin ningún demérito. Una demostración fehaciente de democracia luego de vivir una pavorosa segregación racial que, sin embargo, mantiene su expresión en diferentes facetas que últimamente han vuelto a significar asesinatos y barbarie. Pero en general el balance del gobierno Obama no es la tabla rasa para decir que las cosas andan de maravilla. Muchas son las falencias y por eso el cambio está a la orden del día dentro del espectro político norteamericano. Negarlo es tanto como tratar de tapar el sol con las manos.
Muy fácil, ciertamente, evaluar las cosas frente a la administración de George W. Bush. A no dudarlo le tocó bailar con la más fea. Y en ese contraste, Obama sobresalía con facilidad. Paulatinamente, no obstante, se ha venido a corroborar que el reto del islamismo fundamentalista no era un hecho temporal y que el 11 de Septiembre fue apenas el inicio de un estremecimiento que en la actualidad tiene al mundo verdaderamente patas arriba y sin una respuesta coherente de Occidente. Incluso es el momento en que, vista la ruina de la política exterior norteamericana en Irak, Libia, Siria, Egipto y frente a Arabia Saudita o países francamente ambivalentes, no resulta un despropósito descomunal añorar a Hussein o Gadaffi. Nadie lo hubiera creído hace unos lustros.
Pero así están las cosas. Y en tal dirección Trump ha alzado la voz que, en principio, se creyó inaudible o la propia de un payaso. De esta manera, con todo tipo de calificativos, muchos de los principales líderes de opinión pensaron salir de esa figura extraña e intempestiva en el concierto de la política estadounidense. Y entre más lo atacaron, más ascendió hasta ganar una candidatura que se consideraba inviable y apenas el adobo de un partido confundido. Y ahora vuelve a ocurrir con su discurso de nominación. Cuando los analistas creyeron el documento “oscuro” y exorbitante, por lo demás excesivamente largo, fue en cambio recibido favorablemente por los electores que incrementaron su apoyo. Atrás quedaron, pues, sus contrincantes anteriores, como el huidizo Jeb Bush o el pastor Ted Cruz, con su rostro de yo no fui y quien por su parte quiso aguar la Convención con sus diatribas derrotistas.
Desde luego Trump es un acertijo y en sus posturas hay cosas que dan temor. Ante todo es impredecible, pero igualmente mantiene una línea de la que no se separa y nadie podría quitarle la coherencia. Como lo ha dicho, no quiere ser políticamente correcto y esa es, en el fondo, su denuncia por la hipocresía de Washington. Que a no dudarlo le ha permitido avanzar y declararse la “voz de los que no tienen voz”, tal cual ha salido ungido para enfrentar la candidatura hace años cocinada y proclive al statu quo de Hillary Clinton, símbolo del establecimiento inconmovible. No se sabe cómo, en tal sentido, si el susto a Trump catapulte a Clinton o si el desgaste del establecimiento permita un primer mandatario tan incierto como Trump. En cualquier caso, las dudas y las resistencias de uno y otro son las que actualmente gobiernan la campaña norteamericana.
De aquí a las elecciones serán 100 días en los que, sin exageración o ditirambo, se decidirá parte de la suerte del mundo. No está entre Donald Trump y Hillary Clinton el menú más apetitoso, ciertamente. Pero en ellos se juega, a no dudarlo, uno de los períodos en los que la humanidad lucha por recuperar una definición de sí misma.