Las reformas políticas, en el mundo, suelen ser sesudas y pausadas. En Colombia, por el contrario, sirven de comodín para distraer incautos o armar polémicas con el fin de evadir temas espinosos. Ahora estamos en el mismo camino de hace años, con propuestas a la bulla de los cocos, además en medio del más agudo fenómeno de decadencia institucional.
Nada tiene que ver ello, por supuesto, con el anacronismo de cambiar la Vicepresidencia de la República por la arcaica figura del Designado. Ni tampoco reabrir la controversia infértil sobre el voto a los 16 años, como si ello fuera síntoma del más preclaro vanguardismo. El sufragio colegial, en un país que ha proscrito la historia y la cívica del currículo en la educación media, es un elemento distorsivo que permite aprovecharse de la ignorancia premeditada para fomentar el populismo y la emocionalidad sin sustentación en los argumentos que pudieran derivarse de una instrucción adecuada y proclive a la democracia. Y esto, claro está, porque el propio Estado y los gobiernos se han encargado de violentar la Carta al no exigir el desarrollo del artículo 41, según el cual: “En todas las instituciones de educación, oficiales o privadas, serán obligatorios el estudio de la Constitución y la Instrucción Cívica”. Eso es, precisamente, lo que se incumple día a día en los colegios, sin el más leve reparo del Estado, y ahora se quiere entregar la responsabilidad del voto a quienes se ha dejado al garete de los principios democráticos por cuenta de la desidia y la negligencia estatales. De modo que orden tienen las cosas. Está bien el voto a los 16 años, pero cuando el Estado haya cumplido la obligación de preparar los educandos para ello y se haya recuperado el currículo educativo de las fauces de la incultura y la desinformación.
El mismo artículo 41 sostiene, igualmente, que en los colegios “se fomentarán prácticas democráticas para el aprendizaje de los principios y valores de la participación ciudadana”. Y eso, que es lo que no se ha hecho, se pretende subsanar con el voto a los 16 años, precisamente por quienes birlaron el resultado plebiscitario del pasado 2 de octubre, violando los preceptos axiomáticos de la democracia participativa. Es el Ejecutivo, el Congreso y las Cortes los que requieren un repaso de los “principios y valores de la participación ciudadana”. Y luego enseñarlos en las aulas antes de caer en el populismo del voto a los 16 años para evadir sus propias responsabilidades.
A ello le suman, además, la retardataria idea del voto obligatorio que es, por definición, la antípoda de los principios democráticos. En un sistema de libertades, como el colombiano, el voto es un derecho y un deber, pero no una obligación, precisamente porque se debe a un acto de conciencia política que no se impone con la férula de la demagogia. El acto de elegir y ser elegido hace parte sustancial de los derechos fundamentales. No así, desde luego, de una coacción, porque en ese caso no sería un derecho sino una imposición de índole autocrática.
Del mismo modo, entrar a cambiar el período presidencial por cuenta de unos pálpitos de última hora, cuando ya el gobierno está en el ocaso y ad portas de un certamen electoral, no es lo más aconsejable. La llamada “reforma de los poderes” se vino al piso hace tiempo y recomponer el camino, luego de haberla convertido en un alrevesado arbolito de Navidad, donde se le colgó el oro y el moro, requiere de una administración fresca y renovada de legitimidad.
Colombia, antes que una reforma política, necesita más bien revigorizar las instituciones existentes. Es decir, reinstitucionalizarse. La creación de derecho público al socaire de las circunstancias, como sucedió con la reelección presidencial inmediata, es a no dudarlo nociva para el país. Ahora lo que la nación necesita es la respuesta pronta y efectiva sobre los sobornos y los desfalcos en las empresas nacionales. Ello no se subsana con el placebo de una reforma política, sino con la acción de los organismos de control y la Fiscalía General de la Nación. El país padece de una crisis de confianza en sus instituciones que, por supuesto, no son las culpables de los malos manejos y la feria de los dineros sucios por parte de las multinacionales, en particular de las monstruosidades producidas por Odebrecht. El desplome de la confianza ciudadana se muestra en todos los aspectos, de los políticos a los económicos y sociales. La confianza no se recobra, desde luego, con los incisos y parágrafos de una reforma política. Los que así lo crean están, como dice el adagio popular, tacando burro.