La investigación sobre La rebelión de los catalanes concluyó a principios de los años 60 y fue, en 1963, cuando logró ver la luz este gran trabajo del, ya entonces, joven profesor del King's College. No tiene la historiografía actual un estudio alguno que, en relación con esta temática, haya superado a este singular y ya clásico estudio. La primera conclusión de esta investigación fue entender que aquella desdichada rebelión había de entenderse, no en sí misma, sino en el contexto de la crisis general de la Monarquía; que fue el resultado “de una serie de circunstancias derivadas de la inicial debilidad económica de Castilla agravadas por las grietas de la estructura política de aquella Monarquía”.
Eran explicaciones demostrables objetivamente que alejaban, como invalidada, toda argumentación metafísica del problema, tanto en su desarrollo como en su desenlace final; porque aquella rebelión fracasó y en ello influyó la acción coordinada de las perspectivas internacionales, que nada favorecían la causa de los secesionistas, y la profunda división interna de las facciones de las élites sociopolíticas del Principado. Fue, también, la manifestación, en Europa, de una gran crisis internacional que debía ser percibida en el plano mayor de la gran convulsión que afectó a las grandes Monarquías del periodo; y así las revueltas de la Fronda en Francia y la más trascendente revolución inglesa, que llevó al cadalso al propio monarca, eran acontecimientos, considerados por Elliott, que obedecían a causas similares.
No describía aquel gran libro, únicamente, una historia particular, sino una historia de Cataluña en España y en Europa. La historia del excepcionalísimo no era entonces, ni lo es ahora, del agrado del profesor Elliott que, por aquel tiempo, publicó dos manuales de enorme impacto en nuestras facultades de Historia, donde algo parecía romper la inercia de una historia complaciente que solo deseaba saber de aquel decadente S. XVII el brillo refulgente del denominado Siglo de Oro. La España imperial y La Europa dividida fueron dos libros, más el primero que el segundo, en los que bebimos los jóvenes historiadores de la década de los 70, por más que su autor dijera de ellos que “eran textos de un joven hechos a base de intuiciones”. Pero fueron libros de lectura obligada para aquella generación.
En La España imperial, Elliott diseñaba las grandes líneas maestras de lo que fue la decadencia de la Monarquía de los Habsburgo hispanos; un periodo desconocido que la historiografía oficial tenía abandonado con la excepción de tres grandes historiadores a los que el profesor Elliott rindió singular tributo: Jaume Vicens Vives, muy pronto malogrado; Antonio Domínguez Ortiz, al que, por una manera u otra, siempre rechazó la universidad; y José Antonio Maravall, un gran conocedor de la historia intelectual y cultural de Europa.
Por entonces, a inicios de la década de los años 70, en 1973, Elliott recibe la oferta para trasladarse, como investigador, al Centro de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton. Allí, dedicado exclusivamente a la investigación y rodeado de un selecto grupo de alumnos, también investigadores, nuestro profesor creyó que podía volver al Conde-Duque y satisfacer, así, el gran reto de entender la figura histórica del caballero que pintó Velázquez. Pero Princeton ofrecía muchas posibilidades de interdisciplinariedad y, sin dejar de vista al personaje, se podía abordar el trabajo atendiendo a aspectos más periféricos como el arte y la cultura.
En aquella aventura el profesor Elliott contó con dos grandes colaboradores. El primero, José Francisco de la Peña, el malogrado “Quisco”, profesor de la Universidad de Alcalá cuando se incorporó a su claustro después de publicar, conjuntamente con su maestro, las famosas Cartas y memoriales del Conde-Duque. Fue aquel un gran trabajo instrumental que permitió a los dos autores acercarse, más y mejor, a Don Gaspar de Guzmán. Un trabajo que requirió recoger miles de documentos desperdigados por diversos fondos archivísticos de Europa y América. Una labor, en fin, exhaustiva que, ahora sí, permitía la posibilidad de percibir mejor la persona del gran valido.
El otro gran colaborador de la etapa de Princeton fue el profesor Jonathan Brown, un reconocido experto en la historia del arte de la época y, por lo mismo, conocedor profundo de los circuitos culturales del barroco español. Ocurrió que, entre los dos concibieron una aventura intelectual extraordinaria que, años después, vio la luz en un celebrado libro: Un palacio para un rey. El buen retiro de Felipe IV. El objetivo primero de este novedoso trabajo es muy preciso; lo diré con las palabras de sus propios autores: “estimular el interés por la cultura cortesana de la época moderna en cuyo centro se halla el palacio principesco”. En efecto, en ese espacio se sintetizaban los ideales y valores que usaba la Monarquía para expresar que, en ella, y solo en ella, residía la suprema potestad que, ante todo, era “suprema jurisdicción”.
Un palacio para un rey pretende ofrecer también una historia “total”, una comprensión de las circunstancias y valores que rodearon su construcción. Porque en aquel complejo arquitectónico, en el que se promocionaba al Conde-Duque, se explicaba el programa iconográfico de la majestad de Felipe IV como Rey Planeta. En su Gran Salón de Reinos, confluían los grandes cuadros que rememoraban las gestas principales del reinado. Historia “total”, porque en aquel espacio confluían razones políticas, recursos económicos, proyecciones culturales e intereses estéticos que el historiador debe hacer converger en un relato suficientemente explicativo. La síntesis de Elliott y Brown, en este libro, es un modelo historiográfico.
*La versión original de este artículo se publicó en la “Revista Colombiana de Estudios Hispánicos”