LA SITUACIÓN de violencia en distintas partes del país es cada día más complicada. Más allá de la controversia política en la capital del país entre el Gobierno y la oposición sobre las cifras de inseguridad y desorden público, en muchas regiones los dramas por el conflicto armado se sufren día a día.
Precisamente, la agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) acaba de publicar dos crónicas que transmiten la gravedad en la que están y sufren las poblaciones.
Aquí los apartes más impactantes de ambas historias:
Helena huyó…
Helena (seudónimo) es una madre soltera que representa a miles de mujeres colombianas que han tenido que dejar todo atrás luego de recibir amenazas de muerte. Pero en pocas semanas en una ciudad ecuatoriana al noreste del país, a pocos kilómetros de la frontera con Colombia, ya había conseguido no solo alquilarse una casita, sino inscribir a sus dos hijos, Vanessa*, 14, y Diego*, 7, en la escuela. Para Helena, eso fue lo más importante.
Me arrancaron lo material, pero mi conocimiento y todo lo que he estudiado y lo que me he superado hoy en día, eso no me lo arrancan, eso lo llevo conmigo”, asegura con la determinación de que sus hijos también adquieran conocimiento.
En una ciudad del suroeste de Colombia, Helena era una intrépida lideresa comunitaria. A sus 33 años, ya llevaba años defendiendo los derechos de los habitantes. Había conseguido importantes logros, como abogar por el derecho de niñas y niños de su ciudad de ir a la escuela, a que tuviesen transporte seguro y a que los centros comunitarios estuviesen a disposición de toda la población.
Luego empezaron las llamadas vacunas, los pagos que exigía un grupo criminal que operaba en la comunidad. “No me parecía justo”, recuerda Helena. “Somos familias que hemos pasado por una pandemia (…). La gente no podía ni comer, y vienen a exigir que paguemos o te matan”.
“Yo siento que todos los seres humanos tenemos el derecho a vivir dignamente”, comenta. “Por eso, hice hincapié en que no pagaran (las vacunas) porque nadie debería exigirte para tener derecho a vivir”.
Horas después de que se pronunciara la lideresa comunitaria, alguien rompió la ventana de su casa. Fue el primer indicio de que los días siguientes se iban a convertir en un calvario para ella y su familia. Cada vez que salía de casa, Helena escuchaba la vibración de una moto siguiéndole de cerca. ‘Agachaditos y calladitos’ les decía a Vanessa y Diego, mientras se escondían en una tienda.
“Corrimos al departamento y cuando abrí la puerta, vi el panfleto con las amenazas en el piso”, recuerda. “Agarramos nuestras cosas y nos fuimos”.
La familia se dedicaba al comercio de textiles y ropa, pero en un momento dado comenzaron las exigencias de vacunas y las amenazas que hicieron que huyera a Ecuador.
“Por el miedo no salíamos. Un día en la mañana salí y entraron unos tipos a la casa”, cuenta Helena. “Le pidieron plata a mi esposo. Él les dijo que nosotros no teníamos plata. Le dijeron a mi esposo que, si no nos íbamos, pagaríamos las consecuencias”.
Les concedieron ocho días para salir de la ciudad. La familia tomó un bus hasta Ecuador. Aquí, recibieron alojamiento temporal en un albergue en donde tuvieron un techo, comida y orientación legal para iniciar una nueva vida en Ecuador.
El deterioro de la situación de seguridad en algunas partes de Colombia, debido esencialmente a confrontaciones entre grupos armados ilegales, ha provocado una nueva ola de desplazamientos. Aunque se estima que la cifra real de desplazamientos hacia Ecuador pueda ser mayor, más de 4.200 personas colombianas solicitaron protección internacional en Ecuador entre enero y diciembre de 2022, y más de 2.300 en los primeros seis meses de 2023 un 19% más de lo registrado durante el mismo periodo en 2022 y un 66% más que el registrado en el mismo periodo en 2021.
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Yasselly, personera
Yasselly Martínez Ortiz trabaja como personera y afirma que, por lo que ella sabe, son los únicos funcionarios públicos de Colombia a los que se les concede automáticamente un seguro de vida.
“Somos la voz de las comunidades que no tienen voz”, afirma, y añade que este papel de defensa pública a menudo la ha convertido en objetivo. “He recibido amenazas por realizar el trabajo para el que estamos. También tengo conocimiento de que el 80% de mis compañeros tienen amenazas”.
Incluso entre este grupo de alto riesgo, la situación de Yasselly es especialmente precaria: esta abogada de 31 años reside en Bellavista, una pequeña ciudad que se fundó en la cercana aldea de Bojayá a raíz de la masacre de 2002, que dejó 79 muertos.
La incesante violencia en esta zona hace que Yasselly tenga que enfrentarse periódicamente a situaciones tan devastadoras como el “confinamiento”, una práctica muy extendida en la que los grupos armados encierran pueblos enteros y advierten a sus habitantes que no abandonen los límites de su asentamiento, bajo amenaza de muerte u otras represalias, incluida la violencia sexual.
Quienes habitan el Chocó son, en su inmensa mayoría, personas de origen indígena o afrocolombiano, que durante siglos han vivido de la tierra, pescando en los ríos cercanos y cultivando el rico suelo tropical. La práctica del confinamiento causa estragos en sus modos de vida tradicionales; además, durante semanas, meses o años, las personas quedan privadas de derechos básicos como el acceso a la atención médica, a la educación o, incluso, a la alimentación, lo que provoca hambre y desesperación generalizadas.
Una de las comunidades que ha sido confinada es el Resguardo Indígena Emberá Dobidá, una aldea a orillas del río Atrato que tiene alrededor de 150 habitantes. El gobernador o jefe de la aldea, Darío Mecha*, señala que la vida de su comunidad solía ser tranquila.
“Antes, pescábamos en la cascada y trabajábamos la tierra”, recuerda. Por desgracia, los grupos armados en el 2004 “comenzaron (a decir) que no podíamos caminar al monte, que no podíamos trabajar, que no podíamos entrar mucha comida” de la ciudad en las canoas motorizadas, que constituyen el medio de transporte principal de la región.
“Así que ahora nos quedamos aquí”, explica, señalando el pequeño grupo de casas con techo de paja, colocadas sobre palos. El confinamiento no solo ha provocado problemas de nutrición, sino también un aumento de las tensiones en la comunidad, ya que madres y padres luchan por sacar adelante a niñas y niños que se aburren y tienen hambre; además, las mujeres viven aterrorizadas por el omnipresente espectro de la violencia sexual que las amenaza si se alejan demasiado de la aldea.
“Aguantan en confinamiento todo lo posible”, comenta Yasselly, “pero cuando empieza a haber enfrentamientos entre las propias comunidades, cuando sienten que sus vidas están en riesgo o cuando matan a un miembro de la comunidad, no tienen más opción que huir”.
Yasselly, la personera, trabaja para aliviar el sufrimiento provocado por el confinamiento; para ello, por ejemplo, se asegura de que el cuerpo docente pueda ingresar a las comunidades confinadas e informa a las autoridades de la existencia de minas terrestres para que éstas sean removidas y, se evite que las personas se lesionen o pierdan la vida.
*Nombre cambiado por motivos de protección.