La impronta conservadora | El Nuevo Siglo
Jueves, 29 de Junio de 2017

El Partido Conservador, en las últimas décadas, realizó un esfuerzo impresionante por la paz.  Se jugó entero por y para ello, algunas veces bajo la incomprensión de la ciudadanía y particularmente de los agentes terroristas que arreciaron cuando se les tendió la mano para buscar una salida civilizada al anacronismo de la violencia y la depredación. No hubo, jamás, en ninguno de sus representantes en los más altos niveles de la política, ni en la jefatura del Estado, en los ministerios o las directivas partidistas quien preconizará la confrontación como formulación válida y el norte siempre estuvo en la defensa y consolidación de las instituciones, tal cual ha sido la doctrina insoslayable desde su fundación. Lo que hoy cobra vigencia sin igual.

Los ejemplos de Laureano y Álvaro Gómez son solo dos de los casos más pertinentes en la materia. Valga recordarlo ahora, precisamente, que se da un duro cruce de comentarios y de cartas entre la dirección del partido y el único ex presidente activo que llegó al solio con el aval de la colectividad, después de una reñida consulta interna y la férrea unión posterior. Nunca el conservatismo le tuvo miedo a la paz. Tanto así que fue capaz, a través de Laureano Gómez en el destierro, de proponer la política de reconciliación que llevó a sentar las bases del Frente Nacional y en ello encontró un compañero de los quilates liberales de Alberto Lleras. Nadie dice, por supuesto, que no fueron tiempos duros y que incluso llevaron a una polarización sin precedentes entre  las fuerzas que copaban el espectro político hasta la “guerra civil no declarada”, con ambos bandos de fuerte arraigo popular. Muchos errores se cometieron de ambas partes. Pero lo que no se puede alegar es que no se tuvo la grandeza para salir del laberinto fatal y proponer la esperanza. Precisamente para ello Laureano Gómez planteó con entusiasmo el nombre de Lleras para la presidencia, aún bajo la incomprensión conservadora, en especial del sector que había acompañado a la única dictadura en la historia democrática contemporánea para derrocarlo, y paulatinamente fue desarrollándose lo que es conocido en la academia mundial como un proceso de paz ejemplificante y sin parangón, con el debido respaldo institucional y un plebiscito abrumador.

El país también recuerda la respuesta terrorista contra los inéditos esfuerzos de paz de Belisario Betancur, cuando el M-19 llegó al culmen esquizoide en el sangriento asalto del Palacio de Justicia. Más tarde los mismos secuestraron a Álvaro Gómez, pero de su temple y vigor intelectual, en el cautiverio infame, los practicantes del terror comprendieron su camino equivocado. En consecuencia, firmaron la desmovilización e hicieron parte de la Asamblea Nacional Constituyente popular de 1991, al lado del mismo Gómez, compartiendo con él la presidencia del mayor ejercicio en la creación de derecho público en los tiempos modernos, con una mayoría de ideas del líder que no cejó nunca en sus convicciones. En efecto, no tuvo Gómez temor del perdón. Luego otros, aun sin develar, lo asesinaron por denunciar lo que proclamaba el “régimen”, es decir, el sistema de complicidades en el gobierno.

Podría decirse, pues, que la paz conservadora, aquella devenida de las instituciones y la refrendación popular, tuvo epicentro en el Frente Nacional y la Asamblea Nacional Constituyente, cada circunstancia en su tiempo y lugar, con la impronta decisiva y fecunda de los dirigentes conservadores más emblemáticos del momento. Es notable, claro está, que como en las épocas de Betancur, con el M-19, el terrorismo de las Farc se hubiera ensañado contra los esfuerzos de paz hechos por el gobierno de Andrés Pastrana, entre 1998-2002, potenciadas aquellas como nunca durante la administración precedente al mismo tiempo de la atonía y el desdén con que, desde antes, se venía tratando a las Fuerzas Armadas. En ese caso, por supuesto, el gigantesco reclamo conservador no puede ser sino contra la obnubilación terrorista de las Farc. Basta con recordar que la estrategia del Plan Colombia, indudable aporte del conservatismo al país por fuera de todo personalismo, fue el factor determinante en la actual disolución de esa organización y la recomposición de las fuerzas del orden.

Pero lo que importa, desde luego, es la política conservadora aquí y ahora, en bien del país. Casi nadie está pensando en Colombia, sino en el pleito por el poder y las nimias vanidades que pululan. El directorio conservador está, por descontado, en capacidad de proponer una gigantesca cantidad de política para la próxima legislatura y convocar a quienes tienen fe en su causa y doctrina, sin sectarismos y con sindéresis. Son los congresistas los obvios representantes de las bases, materia de la votación parlamentaria conseguida. No es el tiempo de coaliciones aéreas, sino de alianzas concretas y con vocación de futuro, con los de pensamiento similar y en el hemiciclo congresional, para recomponer lo que quedó a medio hacer por la premura de un proceso de paz que se protocolizó en obra gris.

 

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