El pulmón del mundo pasa por una crisis ampliamente reportada, pero que no encuentra soluciones que compartan los nueve países que la conforman
HACE POCO, un piloto de Avianca decía: “Antes todo era verde. La mitad del vuelo Bogotá - Sao Paulo transcurría sobre un bosque que nunca terminaba”. Esa selva tropical, ubicada en el corazón de Suramérica, efectivamente ya no tiene el mismo paisaje. La Amazonía atraviesa un momento de crisis, y las respuestas institucionales de los nueve países que la conforman no están encaminadas a cumplir un mismo objetivo: salvarla de la deforestación, la criminalidad y los enfoques agrícolas destructivos.
La Panamazonía, el término correcto para referirse a esta vasta región, representa el 40% del territorio suramericano, una región que, de no ser por sus condiciones medioambientales tan ricas, probablemente no sería tan determinante en las decisiones geopolíticas.
Siendo la mayor reserva de agua dulce en el mundo y la selva tropical más biodiversa, los gobernantes de los países que la conforman no han hecho un pacto para protegerla. Aunque se han adelantado campañas contra fenómenos como la deforestación, esta región pide a gritos aire, aire que la deje respirar. Un “Plan Marshall”, decía un incauto, que reconstruya, como la Europa de la posguerra, una vasta zona devastada, pero no con edificios, sino con millones de árboles, normas que la protejan y una conciencia ciudadana mayor sobre su importancia.
EL NUEVO SIGLO habló con activistas ambientales en algunos países de la Amazonía. En especial, conversó con investigadores brasileños que prefirieron mantener su nombre en reserva. Ellos contaron que, pese a algunos avances en países como Colombia y Perú, en términos generales la situación es muy crítica, inclusive dantesca, como lo denunció magistralmente Werner Herzog 40 años atrás en Fitzcarraldo, aunque ahora el problema no es el caucho, sino una variedad de fenómenos.
Espectador indiferente
Desde que daba sus primeros pasos como pontífice, el papa Francisco mostró su preocupación por los problemas en el Amazonas, golpeada por la violencia que sufren los pueblos ancestrales que la habitan. “Ha prostrado a miles de hombres y de mujeres expulsados de su territorio, convertidos en extranjeros en su propia tierra”, declaró.
En un llamado para reflexionar acerca del ascetismo y su relación con la naturaleza, Francisco se preguntaba por qué la humanidad no ha tenido un rol protagónico en defensa de la boscosa región. “El hombre no puede ser un espectador indiferente ante esta situación, ni tampoco la Iglesia puede permanecer muda”, hizo énfasis.
Pero ese rol, salvo algunas organizaciones y gobiernos, no ha sido el esperado, por desinterés o una activa relación con la región para convertirla en un paraíso para producir y transportar productos.
Un estudio publicado por la revista Science -una de las más prestigiosa en asuntos ambientales- muestra que la suma “de impactos” como la deforestación, el cambio climático y los incendios forestales llevarán “a un punto de inflexión (o punto de no retorno” al sistema amazónico.
Es un fenómeno que, de no ser combatido, transformará radicalmente las condiciones de la Amazonía, alcanzando, dice el estudio, “un nivel de deforestación del 20% al 25%”, donde los ecosistemas boscosos se convertirán en no forestales. Algo así como una extendida planicie pálida y arenosa, pero que carecería de su componente esencial: los árboles.
Más mal, que bien
La dimensión de la Amazonía es tan grande como sus problemas. La Red de Información Socioambiental Georreferenciada del Amazonas (Raisg), un grupo técnico de organizaciones de seis países, publicó en junio su último informe sobre las difíciles condiciones en la zona.
Para ellos, la mayor afrenta contra el extenso bosque tropical está en las industrias extractivas como la minería y el petróleo, que se han enfrentado a políticas flexibles como las del gobierno de Jair Bolsonaro, quien busca desregular los procesos de explotación en zonas protegidas.
No solo las prácticas extractivas golpean el extenso bosque tropical. En casi la misma escala, la construcción de carreteras ha sido una de las justificaciones para talar millones de árboles y transportar personas y equipos entre las 272 hidroeléctricas que hay en la zona; de ellas, “78 están dentro de territorios indígenas y 84 se hallan en conflicto con áreas naturales protegidas”.
Las canchas de fútbol muchas veces se usan para hacer un paralelo con la magnitud del daño en la Amazonía. Son tantos los perjuicios medioambientales, que haciendo uso de ellas solo se haría mención a un solo fenómeno: la deforestación. Y, ¿los demás qué? Sí, son igual de preocupantes.
Al hablar de petróleo y minería, el último informe de la Raisg asevera que “la encrucijada de la Amazonía”, 2019, muestra que el 22% (87 millones) de hectáreas están “sujetas a alguna amenaza o presión”, derivada de las prácticas extractivas. Las carreteras, igualmente, se han constituido como otro problema. Largas líneas arenosas atraviesan la selva boscosa, en total 136 mil kilómetros, de los cuales un 20% están en zonas donde viven comunidades ancestrales o hay reservas naturales protegidas.
Entonces, un cóctel entre carreteras, explotación de recursos naturales y criminalidad derivan en la deforestación. A más presencia de este tipo de prácticas y condiciones, más tala. Así lo demostró un informe del International Journal of Remote Sensing, de 2002, el cual explicó que la “mayor parte de la deforestación ocurre en la vecindad de las carreteras, y se estima que aproximadamente el 90% de la pérdida de vegetación nativa ocurrirá dentro de un radio de 100 kilómetros de la red vial”. Otros dos informes corroboran lo mismo (Gregory Asner (2006) y Kennety M. Chomitz y Timothy S.).
Un gigante no tan verde
Al menos los ambientalistas y uno que otro curioso se preguntan: ¿Cómo se llegó a construir Manaos? Anclada en el corazón de la Amazonía brasileña, esta ciudad de 1.8 millones de habitantes ha sido una de las pioneras en mostrar que en medio del extenso bosque tropical también se puede vivir como en la ciudad, pero con el debido cuidado del medio ambiente.
En Brasil, donde el bosque amazónico cubre 4.2 millones de Km², conformado por seis estados, la deforestación está disparada. Según el Instituto Nacional de Investigación Espacial, este fenómeno ha alcanzado su tasa más alta en la última década, con un aumento significativo entre 2017 y 2018.
De los seis estados que conforman la Amazonía, Rondonia y Pará son los más golpeados, unas regiones gigantes que abarcan territorios del tamaño de Guainía y Vaupés juntos, entre 2012 y 2017 Imazon reveló que se deforestaron 168.274 hectáreas de tierra en zonas protegidas llamadas en Brasil como Unidades de Conservación.
Esta práctica, rechazada por la mayoría de gobiernos que componen la Panamazonía, no ha generado una reacción inmediata de Brasilia, que ha buscado un cambio en la legislación ambiental. “El traspaso en las Unidades de Conservación tiene el objetivo principal de extraer tipos caros de madera. En la segunda etapa, el bosque está cortado para dar paso a vastas tierras para la ganadería”, declaró Maria Moser Torquato Luiz, fiscal y directora estatal de la Fiscalía del Estado de Rondônia, a Raisg.
Aunque en los gobiernos anteriores, tanto el de Michel Temer como el de Dilma Rousseff, la defensa de la Amazonía no fue la esperada, con la llegada de Bolsonaro fenómenos como la deforestación se han multiplicado.
“Bolsonaro está buscando legalizar la minería ilegal en territorios indígenas de “garimperios”, forma como también se les conoce en Venezuela”, le dijo una fuente a EL NUEVO SIGLO.
En ocho meses de su gobierno, la Amazonía ha perdido “más de 3.000 kilómetros cuadrados de área boscosa, un aumento del 39% respecto al mismo periodo del mismo año”, anunció el instituto encargado de la deforestación en Brasil. El Presidente de Brasil, sin embargo, desestimó estas cifras y las calificó de ser parte de “una psicosis ambiental”.
Una de las banderas electorales del ‘Capitao’ fue legalizar la minería en zonas protegidas en donde viven comunidades indígenas. En vista de ello, ha presentado un proyecto de ley que “prevé la regulación de la minería en tierras indígenas”, según OGlobo. Aunque permite que las comunidades veten los proyectos extractivos, activistas han manifestado que pueden ser coaccionadas en sur procesos consultivos.
La posibilidad de modificar la legislación ambiental viene de la mano con una serie de cambios de los que ha sido objeto el Código Forestal. La bancada BBB (Biblia, Vaca Boi y Bala) ha buscado desde 2012 disminuir la regulación ambiental en las UC. Tras ello, la deforestación ha aumentado ostensiblemente. Ahora, Flavio Bolsonaro, hijo del Presidente, busca desregularizar más el Código, para beneficiar a productores de soja y carne que desean explotar zonas protegidas.
Hace poco, por el crítico panorama, ocho exministros de Medio Ambiente de Brasil escribieron una carta en la que manifestaron su preocupación por la falta de compromiso en la Amazonía. “Lo que nos espera es el riesgo de una deforestación desmedida de la Amazonía”, expresaron.
Otros países
El compromiso de otros países con la Amazonía no dista mucho del de Bolsonaro. Es cierto que se han creado organizaciones de monitoreo que han logrado combatir la deforestación, pero el crimen organizado y la falta de presencia estatal siguen siendo una generalidad.
En los 5,5 millones de superficie que cubre la vasta zona de tropical de Perú, la minería ilegal y la deforestación siguen vigentes. Según la organización Bien Común, existen dos vectores de deforestación. Ellos son: la Carretera Marginal de la Selva, construida en los años 60, que se extiende hasta Ucayali, y la Interoceánica del Sur, completada en 2010, que se extiende hasta Madre de Dios.
Madre Dios se ha convertido en un hito en la intervención estatal en la Amazonía. Zona minera y maderera, el gobierno de Perú lanzó una operación en febrero de este año para recurar la región y darle alternativas de trabajo los mineros artesanales. Por el poco tiempo de aplicado, aún se desconocen los resultados.
El boom minero de Bolivia ha sido en parte por la explotación de zonas protegidas. La Fundación Amigos de la Naturaleza, tras estudiar un periodo de 13 años, concluyó que 88% de las quemas e incendios forestas del país “se concentran en la región Amazónica, lo que afecta más de 18,7 millones de hectáreas”.
Pero el panorama más crítico es el de Venezuela. Una total desinstitucionalización mezclada con la alianza de grupos irregulares con las Fuerzas Armadas, ha hecho que la minería ilegal encuentre en la Amazonía el escenario ideal para explotar recursos naturales.
A diferencia de la mayoría de países de la Panamazonía, Venezuela no tiene una demarcación de territorios indígenas desde que Hugo Chávez llegó al poder (1999). El “arco minero del Orinoco”, que agrupa varios estados dedicados a la minería legal e ilegal, reúne “un cóctel peligroso de múltiples grupos armados y oficiales corruptos que controlan la extracción del oro del país antes de llevarlo a las fronteras”, según una investigación de Raisg. “De los siete parques nacionales existentes en la Amazonía venezolana, seis presentan puntos o áreas de minería ilegal dentro de sus límites. La excepción la constituye el PN Delta del Orinoco, en el estado Delta Amacuro”, dice.
En 2016, Nicolás Maduro, ante el desplome de la industria petrolera, lanzó un megaproyecto minero en esta vasta zona que cubre el 12% del territorio del país, para convertirse en el segundo país con mayor depósito de oro del mundo. Sin embargo, el plan fue lanzado sin el debido acompañamiento del Estado y hoy es el principal lugar del crimen organizado de Suramérica.
El Callao, una ciudad en el Delta, muestra la crítica situación de seguridad en la zona. Según el Observatorio Venezolano de Violencia, El Callao fue la localidad más violenta de Venezuela en 2018, con una tasa de 619,8 homicidios por cada 100.000 habitantes.