EL tiempo apremia y la tempestad asciende. Esta primera mención podría atribuirse a la por demás trágica condición de vida en que se desenvuelve un gran número de comunidades en Centroamérica, ahora con más perentorias necesidades luego del paso -en dos semanas de este noviembre borrascoso- de los ciclones Eta e Iota. Elocuente muestra de un fenómeno galopante: el calentamiento global. Pero no es así. La frase inicial se refiere a Europa.
Esa amenaza de parálisis que se cierne sobre la Unión Europea se debe a las posiciones de los gobiernos de Hungría y Polonia, quienes, con mecanismos que zigzaguean el chantaje, están bloqueando el uso de recursos para la reactivación en ese continente. Con ello presionan a Alemania, a su Canciller Ángela Merkel, a buscar una salida a estas posiciones que contradicen el anhelo de transparencia en el manejo de los recursos públicos y comunitarios por parte de los países europeos.
Veamos. Más allá del desastre de Estados Unidos, Europa y hasta cierto punto China, Corea del Sur y Nueva Zelanda, han sido referentes mundiales en el manejo correcto e incorrecto de la pandemia. En el Viejo Continente las medidas han incluido la aprobación comunitaria de un paquete de reactivación económica, que asciende a la cifra de 750,000 millones de euros. Se trata de un mecanismo de apalancamiento que se dirige a apoyar a las economías más golpeadas por la pandemia.
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Se intenta sacar del pantano en particular a Italia y España en el sur, pero también los fondos se destinan a países que gravitaban en torno a la influencia de lo que en su tiempo fue la Unión Soviética. Esto último incluye precisamente a Hungría y Polonia.
El caso es que la aprobación sobre el uso y reglamentación de estos recursos debe contar con el beneplácito de todos los gobiernos de la Unión Europea. El problema es que Budapest y Varsovia están de acuerdo en el uso de los fondos, pero se oponen a la condición de que tal utilización conlleve el compromiso de los gobiernos a respetar el Estado de Derecho. Casi inverosímil, pero esa es la posición que ambas naciones mantienen.
A los gobiernos de Hungría y Polonia les molesta esa condicionante. Es de ser claros y hablar sin eufemismos. En esencia, se oponen a la transparencia de sus actuaciones conforme normativas internas y externas del derecho tanto nacional como comunitarias.
Se resisten a la prevalencia de una normatividad que ha sido previamente aceptada y que debe regir no sólo las relaciones estatales dentro de los países -gobernabilidad y gobernanza- sino que también tiene implicaciones en la convivencia entre Estados.
No olvidemos que una de las principales motivaciones para promover y consolidar la Unión Europea fue el anhelo de que las controversias entre países -especialmente entre Francia y Alemania- se dirimieran civilizadamente, mediante diálogo constructivo. Con ello se le salía al paso a las alternativas del precámbrico: las alternativas militaristas, siempre sangrientas, pero sin excepción, siempre rentistas para quienes logran aprovecharse de ellas.
La consolidación de un enfoque comunitario se logra mediante lo que se conoce como los Tratados Fundacionales de la Unión Europea. Esos documentos esenciales son dos: (i) el Tratado de Funcionamiento; y (ii) el Tratado de la Unión Europea, o Tratado de Maastricht -firmado el 7 de febrero de 1992 y que entró en vigor el 1 de noviembre de 1993.
Es bueno recordarlo. Estos logros fueron la culminación del quinto intento de unificación europea. Esto no se logró de la noche a la mañana. Históricamente, los cinco intentos de unión en el Viejo Continente en general fueron: (i) Imperio Romano; (ii) el Sacro Imperio Romano Germánico de Carlomagno; (iii) la expansión del dominio napoleónico; y (iv) la embestida militarista hitleriana.
Esos gobiernos se oponen a un logro milenario, con tal de mantenerse en el poder. Insisten en un manejo populista. Es la fórmula de Trump: gobernar lanzando consignas fáciles, con fuertes aderezos de “post-verdades” -las mentiras y embustes de siempre. Se basan en la ignorancia supina de sus seguidores y las actitudes violentas de que hacen gala.
En su deseo por mantenerse en el poder, los gobiernos de esos dos países se oponen al funcionamiento e institucionalidad políticos que ha costado literalmente océanos de sangre para llegar a tenerlos. Se oponen -por su cortoplacismo de miras- tanto Viktor Orbán (1963 -) en Hungría, como Andzej Duda (1972 -), quien ocupa la presidencia de Polonia.
Es más, los gobiernos de ambos países han llegado prácticamente a acusar a los organismos rectores europeos de este impase respecto a los fondos de reactivación. Se trata de un “argumento” sustentado en la falacia de énfasis, del supuesto inválido o espurio: “Tanto el Parlamento Europeo como la Comisión Europea han sabido que esta ha sido siempre nuestra posición”. O sea que como esa ha sido la posición, es necesario ceder a los caprichos. No pasaría de ser un banal chascarrillo risible, si no tuviera serias implicaciones en la política actual. Toda una lúcida muestra de pensamiento infantil: siempre caótico y subjetivo.
En general se trata -tanto en Polonia como en Hungría- de gobiernos de intenso atavío populista, de extrema derecha. Políticos que tienden a encariñarse intensamente con el poder y son consecuentes con ello. Un ejemplo, aunque no el único, es Orbán en Hungría. Es primer ministro desde el 29 de mayo de 2010. “Siempre quería estar aquí, me costó mucho llegar al mando y aquí me quedo”. ¿Y sus seguidores? Ellos no se molestan con estar informados. El conocimiento, la lógica y el compromiso ciudadano son dimensiones ajenas a sus intereses. Con todo, cabría una puntualización atribuida a Indira Gandhi (1917-1984): “No se le puede dar la mano a quien mantiene el puño cerrado”.
*Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor Titular, Escuela de Administración de la Universidad del Rosario
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