Europa está destinando fuertes cuantías de recursos para estímulos fiscales. Algo que suena a herejía en los círculos de muchos planificadores de Latinoamérica. Pero no es tiempo de ortodoxias
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A pesar del acecho de los nacionalismos y las posiciones de extrema derecha neonazi en varios países europeos, la dinámica de la Unión Europea continúa constituyendo el proyecto más importante de ingeniería social e integración política en el mundo. Un mundo que ahora, sorpresivamente, ha sido forzado a enfrentarse al Covid-19 y toda la pandemia que se nos presenta en la actualidad, tan trágica como cotidiana.
Es de esperar que los resultados no sean tan dramáticos como los de la gripe tipo H1N1, que asoló al mundo a partir de 1917, una pandemia que se habría originado en Kansas, Estados Unidos; con el paciente cero -se estima- el 4 de marzo de ese año. Ahora el avance científico y tecnológico nos puede amparar en mayor medida.
Sin embargo -y esta es una condición que afecta dramáticamente a la Unión Europea- está presente la situación del reto dual y predominante en cuanto a proteger la vida humana del contagio mediante el confinamiento, pero, por otra parte, saber que esa medida no es sostenible. Especialmente en función de los sectores más vulnerables, los circuitos económicos deben reactivarse.
Hay grandes conglomerados sociales que no tienen los activos para resistir demasiado tiempo en el confinamiento, condición que de hecho paraliza los mecanismos de traslado de circulante, lo que directamente se relaciona con el bienestar social.
En esto, Europa tiene la gran ventaja de sus instituciones. Los procesos sociales en el Viejo Continente se basan más en entidades y empresas que buscan productividad, que, en organizaciones rentistas, que lo que buscan es amasar grandes fortunas mediante las palancas del Estado. Una situación que desafortunadamente sí se tiene, más en general, en Latinoamérica.
La consolidación de instituciones que se ha tenido en Europa en cuanto a ser entidades de inclusión social y no de desempeño en función de grupos específicos, se ha logrado mediante el establecimiento de sociedades abiertas, con contenido democrático y basadas en sistemas efectivos de educación. Esto debe subrayarse: sólo los procesos educativos nos permiten pasar de la condición biológica de primates superiores a personas humanas.
No contar con educación equivale a convivir con nuestras actitudes biológicas más esenciales como pivotes de nuestra vida. Europa lo ha entendido desde hace mucho tiempo, producto -entre otras consideraciones- de crueldades históricas. Recuérdese que al final, la Unión Europea es la concreción del anhelo de que el Viejo Continente no sea por tercera vez, el escenario donde se define el futuro de la humanidad.
Es en este punto en donde surge un lugar común. De acuerdo, el beneficio social de las instituciones es importante, pero por otra parte “no hay almuerzos gratis”. Se deben generar esos recursos para que la inclusión social no sea sólo una declaración recurrente de discursos o expresiones poéticas en los himnos nacionales.
En este sentido, Europa está destinando fuertes cuantías de recursos para estímulos fiscales. Algo que suena a herejía en los círculos de muchos planificadores en Latinoamérica. Por ejemplo, Alemania tiene erogaciones de más del 12 por ciento del total de producción del país (producto interno bruto, PIB) mientras Francia ha destinado un aumento de recursos que rebasan también el 10 por ciento de su PIB. No es tiempo de ortodoxias.
Se espera que tales recursos promocionen, reactiven y fortalezcan los procesos productivos. Si no lo hacen, si no benefician las variables de empleo y productividad, también es de decirlo, se convertirían en fuentes notables para el aumento de precios de bienes y servicios. Se convierten en fuente de inflación.
No obstante, también existe un riesgo adicional, que se distorsionen los mecanismos que hacen posible el bienestar social con base en la libre concurrencia de productos y en su competitividad. Las autoridades europeas lo explican puntualmente: “existen ocasiones en las cuales los gobiernos invierten dinero público en apoyo de sus propios sectores o empresas, lo que les brinda una ventaja injusta sobre sectores y organizaciones similares de otros países de la Unión Europea. Puede decirse que con ello se distorsiona el comercio”.
Ese es precisamente el riesgo adicional: que la dotación de esos recursos comprometa la eficiencia productiva y la justicia distributiva en los diferentes sectores de producción europeos. Lo importante aquí es una coordinación de políticas entre los miembros de la Unión Europea. Se trata de ser equitativos, es decir dar un trato justo a las diferencias.
Los objetivos esenciales se conocen: que se amplíen las capacidades de las personas mediante la educación y la capacitación. Y que, por otra parte, se aumenten las oportunidades para la población, vía la generación de empleo, de innovación y emprendimiento. Tal y como se mencionó, nefasto sería que los recursos, en lugar de estimular la producción y el bienestar social sostenible, se dirigiera directamente al consumo. Si este estímulo sólo impacta en la demanda, sin estimular la producción, el resultado tenderá a traducirse en aumentos inflacionarios, como ha sido demostrado desde que Cleopatra financió sus ejércitos imprimiendo moneda.
Es hora de estímulos y de generar, con la prudencia del caso, incluso deudas que en perspectiva se puedan cancelar en un futuro previsible. Lo importante es proteger la vida, teniendo en esto claro que, en nuestra dinámica social, lo preponderante debe ser la persona humana, el principio de equidad en la convivencia social.
Es la urdimbre de las instituciones y su desempeño lo que puede asegurar en Europa, que ciertamente no fueron en balde los 17 millones de muertos y los casi 50 millones de víctimas fatales que se cobraron la Primera y Segunda Guerra Mundial, respectivamente. Con certeza, nuestra construcción constante de civilización, de convivencia y de desarrollo asegurará que esas muertes no fueron en vano.