El embudo catalán | El Nuevo Siglo
Jueves, 5 de Octubre de 2017
  • Entre lo jurídico y lo legítimo
  • La historia como razón de Estado

 

Cuando la ley está de parte de cualquier gobierno es mucho más fácil proceder, con ese respaldo implícito, para resolver los problemas políticos. En ese caso, está bien afincarse en la Constitución, pero no basta con ello para conseguir los propósitos fundamentales y el caudal de legitimidad que atañen principalmente a una nación que se dice esencialmente democrática. Es el ejemplo preciso de lo que está ocurriendo en España y Cataluña, donde ciertamente no está saliendo bien la resolución a la crisis territorial vernácula.

La unidad española nunca ha sido fácil desde su primera expresión, hace 500 años cuando comenzó a configurarse como Estado. Y no lo fue, de un lado, porque se venía de una invasión de más de siete siglos, por parte de los mahometanos, y de otro porque la península ibérica se componía, de antemano, de una serie de reinos, principados, señoríos y condados, de los cuales se derivaba una heterogeneidad y una riqueza histórica y cultural no fácilmente acoplable en un solo territorio tradicionalmente dividido en raigambres locales muy fuertes.

La unidad solo fue posible en torno a varios factores, a comienzos del Renacimiento: uno, el nacionalismo católico emergente luego de la expulsión de los moros y los judíos, los primeros dueños de la tierra y la agricultura y los segundos de la banca. En el segundo aspecto, el descubrimiento de América, que al mismo tiempo puso a la Península de potencia económica mundial. Y en tercer lugar, la ordenación del castellano como ingrediente sustancial de la nacionalidad en los diferentes rincones peninsulares. El pacto unitario inicial se logró, pues, con base en la expedición de fueros especiales a fin de que ciertas regiones, como el País Vasco actual, incluida Navarra, gozarán de un modus vivendi acorde con sus tradiciones y su historia, incluso anteriores al imperio romano y desde luego previas a la irrupción otomana, que no llegó hasta allí. En ese sentido, no se hablaba comúnmente de España, sino de las Españas, dando a entender, precisamente, el carácter heterogéneo y la riqueza de la unidad peninsular.

Cataluña, en esa época parte del reino de Aragón, fue entonces núcleo de la unión ibérica a raíz del enlace con Castilla, a través del matrimonio de los reyes católicos, con algunas prerrogativas. Por circunstancias de las herencias inmediatas, correspondió a los germanos la corona, al mando de los Habsburgo. Dos siglos más tarde, los catalanes se rebelaron a causa del intempestivo cambio de dinastía a los Borbones, puesto que el último Habsburgo, Carlos II, otorgó a su muerte el solio a los franceses, en cabeza de su sobrino y también nieto de Luis XIV, el duque de Anjou. Cataluña perdió finalmente la enconada contienda por el heredero germánico, pese al respaldo europeo y de haber sido, en una u otra oportunidad, invadida por los galos. Aun así se mantuvo parte de su fuero especial. De hecho, ya entonces Castilla venía en declive económico frente a vascos y catalanes.

Cuando España perdió el imperio, durante los Borbones, se afianzó el nacionalismo hispánico pese al afrancesamiento borbónico centenario y en reacción a la invasión bonapartista. Un siglo largo después, en 1936 y en medio de la irrupción del fascismo y el comunismo, Cataluña fue epicentro de la guerra civil española, luego de la huida de los Borbones, en cabeza de Alfonso XIII. En la dictadura inmediata de Francisco Franco uno de los propósitos esenciales fue abolir las prerrogativas regionales. Tras la prolongada dictadura, cuyo objetivo fue siempre presentar una España unida, a pesar del separatismo o el autonomismo latentes, se refundó la democracia, en 1977, con base en lo que era evidentemente insoslayable en la historia ibérica: las autonomías territoriales. No de otra manera podía expedirse una Constitución consensuada y acatada, en que cupieran todos. El estatuto autonómico de Cataluña se expidió en 1979. En 2006 se actualizó, tras una dura y apasionada pugna entre la derecha y la izquierda, muy típica de España, y el tribunal constitucional volvió a recortarlo en 2010, a la subida del Partido Popular.

El tema no es, desde luego, menor, tratándose de ese país. La diferencia jurídica entre “nación” y “nacionalidad”; la obligatoriedad del catalán frente al castellano; el alcance de la justicia autonómica; y en particular la facultad de disponer de los impuestos, en la región de mayor PIB, en España, son casos de permanente tensión. Profundizarlos, con la propuesta de la república aérea catalana, o desestimarlos, amparándose en la férula y el bolillo, por más respaldo jurídico que se tenga, no parece ser la salida idónea a la razón de Estado que, ante todo, España debe derivar de sus ricas lecciones históricas. Ese es el fundamento principalísimo, impostergable y nutriente de su todavía joven democracia. Ahí debe estar la respuesta de la convivencia en los últimos 500 años, porque la historia solamente puede resolverse por medio de la política.        

 

 

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