- Hilo conductor del Libertador está en Colombia
- De cómo se hizo un país a partir del propio esfuerzo
Aparte de la quejumbre histórica, distintiva de algunas manifestaciones depresivas incrustadas en el trasfondo de algunos editoriales frente a la genuina tipología alegre del temperamento colombiano, la celebración del bicentenario independentista ha servido para hacer un análisis, en cierta medida adecuado, de la trayectoria esencial del país hasta hoy.
Y decimos en cierta medida porque de suyo las tesis deberían ponerse a tono con la dinámica del espectro político en cuestión. Es este a no dudarlo el sentido ineludible que señalan los hechos de la realidad contemporánea, desarrollada de los sucesos centrales que llevaron a la independencia de Colombia y Venezuela. Un ejercicio elemental, pues, ese de poner las cosas en el contexto de ambos territorios a fin de hacerse un juicio valedero sobre cómo la proyección de estos 200 años ha tomado un destino tan diferente, a nuestro juicio ampliamente favorable para nuestro país y por desgracia en disfavor de la sometida población venezolana. A consecuencia, asimismo, de jamás olvidar aquí los elementos libertarios y republicanos que por, para y con el pueblo se impusieron, entonces como hoy, del embate teórico y práctico inmerso en la personalidad multifacética e inspirativa del Libertador.
Desde luego, él mismo había dicho que detrás suyo sobrevendría un influjo temerario de caricaturas seudo gubernamentales, distorsivas de su ejemplo, pero no sabíamos que, si en principio esto ocurrió en el desenvolvimiento de ambos países, su perspectiva profética pudiera prolongarse hasta la estrepitosa tragedia que se da actualmente en su lugar de nacimiento. Todavía peor bajo el crimen de lesa patria llevado a cabo disque a nombre suyo. Pero como se sabe Simón Bolívar libró su lucha, tanto contra la prepotencia de la monarquía absolutista al igual que contra el populismo doméstico, en idéntica dimensión, precisamente a propósito de evitar que se pasara de la arbitrariedad a la demagogia. Y esa lección sigue entrañando una alerta en cuanto a no cejar en el constante amparo de la democracia colombiana ante los elementos demagógicos, prestos a incidirla y disolverla de cuenta de siempre suscitar, con su rutina insidiosa, el encono y la anarquía, de hecho, enajenados de la unidad y la estabilidad preconizada por el Libertador en su proclama agónica.
Tuvo que pasar más de media centuria, luego del colapso grancolombiano, para que una figura estelar como la de Núñez, en compañía de Caro, apareciera con su prestancia intelectual y su temple político para reincorporar aquel legado de Bolívar y dominar los ingredientes anarquizantes y las fuerzas dispersivas. Solo a partir de ahí, cuando se obtuvo un viraje eficaz en la noción de las instituciones como soporte inexorable de la unidad nacional, Colombia logró proyectarse a la altura de su origen. Por supuesto, no fue fácil, incluso produciéndose en el trayecto la inaudita pérdida de Panamá, sin disparar un tiro, a raíz de no poder contestarse la insólita usurpación por haberse aprovechado, desde el exterior, la fuga de energías nacionales fruto del resurgimiento letal de la anarquía, al cambio de siglo, por fortuna hasta su dominación final.
Modernizados los pilares democráticos en la reforma de 1910 y más tarde afianzados los aspectos económicos en el gobierno de Ospina Vásquez, en buena medida diluidos por las derivaciones anárquicas desde la independencia, la nación adquirió mayor envergadura. A partir de esa estructura político-económica, irreversible desde Núñez, se hicieron reformas adicionales. No obstante, la polarización suscitada a raíz del enfrentamiento ideológico global, que llevó a la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, derivó en una eclosión política nacional que tuvo de secuela catastrófica el 9 de abril de 1948, primera expresión latinoamericana de la Guerra Fría.
Paradójicamente, a pesar de ese teatro político adverso y sus consecuencias, el país encontró al mismo tiempo los excedentes de capital y el crecimiento que le permitieron desarrollar la iniciativa privada y una planeación disciplinante. En efecto, nunca tuvo Colombia, en el itinerario aquí descrito, un acicate crucial en un insumo como el petróleo, propio de otros países. Todo, desde el principio, ha sido hecho con un esfuerzo descomunal lo que, a la larga, le ha dado más consistencia.
Sufragados los motivos de desavenencia, en el Frente Nacional, ideado por Laureano Gómez y Alberto Lleras, el país se concentró en una senda de prosperidad, a pesar de la remanencia subversiva y su transformación asociada con las drogas ilícitas. Más tarde se logró una Constitución de consenso, en 1991, con base en un Estado Social de Derecho y sobre cuyos hombros terminó el esterilizante episodio guerrillero, y sus aristas, al mismo tiempo de ir superándose en la dirección correcta la pobreza con base en una economía moderna, unas instituciones democráticas firmes y la paulatina homogenización social producto de una clase media cada día más vigorosa.
Parafraseando al Libertador, Colombia es hoy un componente racial europeo, aborigen y afrodescendiente, fruto de un mestizaje fértil, cuya irrevocable vocación de futuro integral es lo que celebramos en este bicentenario. Ese es nuestro regocijo, ante cierta melancolía reinante.