* El fútbol y el país nacional
* El corazón alegre de la Selección
El conmovedor entusiasmo que ha despertado la Selección Colombia hasta llegar a la final de la Copa América tiene fundamento, no solo en el emocionante bálsamo del fútbol, sino frente al hecho de haberle mostrado al pueblo colombiano, sin distingo, el colectivo social que puede ser (y en realidad es).
Porque, ciertamente, ante la perversa división de los espíritus como fórmula política actual, la grosería convertida en pilar educativo desde las más altas esferas gubernamentales, el odio de bandería, la improvisación en la acción administrativa oficial, la violencia sin contención, en fin, tantas otras características que hoy se padecen en la melancólica marcha del país, la Selección se ha hecho célebre por todo lo contrario: una familia unida donde cada cuál saca lo mejor de sí; reconocida tanto por su disciplina como por su técnica y creatividad; desprovista del típico encono del complejo de inferioridad, que por demás impide lograr propósitos conjuntos; y ante todo representativa del corazón alegre de los colombianos, pese a las tribulaciones.
Desde luego, no se ha llegado a estas instancias por arte de birlibirloque o por gracia de ninguna revolución deportiva. En primer lugar, así lo ha hecho la Selección por la humildad en el triunfo. No en vano lleva un rosario de partidos (28) sin conocer la derrota. Pero aún de este modo no ha cambiado su buen talante, ni se ha decantado por la arrogancia (como no pocos, particularmente en la política, que se obnubilan con la victoria), ni mucho menos se ha inflamado con el poderío demostrado ante múltiples escuadras de categoría planetaria, tanto en campeonatos, eliminatorias o amistosos.
En efecto, más que marearse con su trayectoria triunfal la Selección ha conseguido un auspicioso estímulo en el cumplimiento del deber. Es decir, jugar bien al fútbol partido a partido, lograr una interpretación de este deporte con características colombianas genuinas (que es donde está la gracia de una actividad que se practica a nivel universal) y empinarse a partir de los resortes naturales del jugador nacional. Todo ello, por fortuna, a distancia sideral de trinos ensoberbecidos, de la cargante intromisión de máximos agentes externos al fútbol o de las abrumadoras e invasivas consignas publicitarias.
Esto, y no menos importante, sin desconocer que todos a una hacen parte de un proceso evolutivo. Como, en efecto, lo dicen una y otra vez, reconociendo que han tenido de móviles a sus ídolos (“Lucho” Díaz recuerda al mismo James y a Falcao, todavía muy activos) y bajo el auspicio de un técnico argentino, sereno, atinado y en buena parte hecho en el país. Pero no solo esto. También señalando que no pretenden tomar el mundo con una mano, salvo por esa idea de ganar, debiéndose los unos a los otros, solidariamente, lejos de la discordia y los embelecos inútiles de que, en otros aspectos, se suele hacer gala en el diario acontecer colombiano.
Por otra parte, no hay que olvidar que, a decir verdad, Colombia llegó tarde al fútbol. Efectivamente, tanto en cuanto a la organización efectiva de una liga interna como en competencias de seleccionados. Cuando el país se hizo presente en este deporte hacía largo tiempo que Uruguay, Argentina y Brasil eran parte de la cúpula internacional y Chile trataba de hacerlo. El punto es que, en no poca medida, nosotros solo despertamos con decisión al balompié a raíz de la huelga de futbolistas gauchos y su incorporación a los equipos colombianos, con los estadios repletos.
De entonces a hoy, que tampoco es un trayecto tan dilatado frente a países consolidados desde los primeros mundiales, se fueron acotando las contrataciones extranjeras y abriendo espacio al deportista criollo. Y paulatinamente creció el semillero. Muchos de los nacionales que entonces jugaron harían, también, las maravillas de hoy. Lo que no se entendía en la época, pese a la calidad evidente, era por qué no llegábamos más allá. A excepción, si se quiere, del subcampeonato de la Copa América de 1975.
En el fondo se sabía que faltaba disciplina y que la exuberancia de la técnica individual nublaba, no sin cierta sobradez, la táctica y estrategia colectivas. No se comprendía que, de base, el futbolista es ante todo un atleta profesional; que el fútbol, como deporte de contacto y vértigo que es, exige entrenamiento riguroso y un biotipo a tono; y que no solo se juega con los pies, sino en particular con la cabeza bien puesta y dirigida a ganar, sin arrugarse, con garra, inteligencia y sicología afirmativa. Esos elementos fueron los que se trabajaron en la evolución hasta hoy, cuando ya quizá no vale la pena ni mencionarlos, pues son rutina asimilada y confirmada tanto en la Selección como en los grandes equipos orbitales. En suma, se logró la madurez, de hecho, en algo despuntada desde la década de los noventa del siglo anterior, afianzada en el mundial de 2014 y ahora de nítido ejemplo para quienes practican la disociación e involución.
Este fin de semana, al mismo tiempo de la final de la Eurocopa, nos jugamos el pellejo contra el actual campeón del mundo, Argentina. Por donde se le mire, no son finales, sino finalísimas. Por donde se le mire, un Mundial. Y ahí estamos, partido a partido, en el partido americano definitivo...
¡Vamos Colombia!