- Su rol parece cada día más débil y superficial
- Reingeniería a estructura político administrativa
Como es apenas natural después de los comicios regionales y locales que tuvieron lugar una semana atrás, la gran mayoría de los mandatarios electos se refirió a lo que aspiran a lograr en su cuatrienio y cómo implementarán las promesas de gobierno que tuvieron el respaldo en las urnas. En medio de ese maremagno de exposiciones llamó la atención que algunos de los entrantes gobernadores indicaran que para cumplir sus expectativas era necesario que se ajustara lo relativo a las competencias de los departamentos, sus responsabilidades y las fuentes de financiación propias o derivadas del Gobierno nacional para llevarlas a cabo.
Se trata, sin duda, de un tema interesante en la medida en que pone de nuevo sobre la mesa una discusión que surge a cada tanto pero que nunca avanza hacia temas concretos: ¿Requiere Colombia una reforma en su estructura político administrativa? Para algunos expertos resulta innegable que cuando la Constitución del 91 se acerca a sus primeras tres décadas sigue a medio camino el postulado aquel según el cual el nuestro es un país de regiones y el Estado debe propender por la descentralización integral, esto es trasladar mayores competencias a los departamentos y municipios así como garantizar un presupuesto acorde para cumplir esos requerimientos.
En repetidas ocasiones se ha escuchado la queja de las gobernaciones y las asambleas en torno a que las políticas de ordenamiento territorial y de descentralización aplicadas en el país han ido debilitando su peso político y administrativo en tanto fortalece las facultades, autonomía y fuentes propias de recursos o de situado fiscal para los municipios. Esto, al decir de algunos expertos, está convirtiendo poco a poco a los departamentos en meros intermediarios, con bajo poder de decisión y un margen de acción limitado, no solo frente al Gobierno central sino ante los propios alcaldes.
¿Tienen razón estas quejas? Depende la óptica que se utilice. Los impulsores de la nueva Ley de Regiones, que se aprobó a mediados de este año, son de la tesis de que el país lo que requiere para su desarrollo territorial es ir dejando atrás esa camisa de fuerza en que se convirtieron los límites departamentales, bajo el entendido que los grandes proyectos y obras, sobre todo aquellos de carácter estructural y de amplio espectro, requieren la confluencia de dos o más gobernaciones.
En ese sentido la apuesta institucional se dirige a instancias más complejas como la posibilidad de que departamentos y distritos puedan asociarse y conformar las llamadas Regiones Administrativas de Planificación (RAP) e incluso su posterior conversión en Regiones Entidad Territorial (RET). En una y otra figura la dimensión típicamente departamental es claramente rebasada. Deficiencia que se hace aún más notoria con los avances normativos hacia los esquemas de ciudad-región y áreas metropolitanas extendidas, sobre todo por ser estas los nuevos escenarios de los nodos empresariales y de alta competitividad, y por ende mayores generadores de empleo, impuestos y plusvalía socio-económica.
No es, como se dijo, un asunto fácil de dilucidar, más en momentos en que para los gobernadores y alcaldes hay una coyuntura normativa trascendental pues está pendiente la reglamentación de la recién aprobada Ley de Regiones, los últimos debates a la reforma al Sistema Nacional de Regalías, la reingeniería -también en el Congreso- del Sistema General de Participaciones (SGP), que señala los derroteros en cuanto a las transferencias presupuestales del Gobierno central a las entidades territoriales. Igual están en construcción otros asuntos de primer orden como el nuevo catastro multipropósito, la reforma a las CAR así como a los fiscos territoriales. Ello de forma paralela a la aplicación de estrategias clave como la ley de “punto final” a las deudas en salud, el revolcón en el Programa de Alimentación Escolar (PAE) y hasta la implementación de puntos clave derivados del pacto de paz como el Programa de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET), que busca la focalización de inversión en más de 170 municipios mayormente afectados por violencia, narcocultivos, pobreza y abandono estatal. Y a ello debe sumarse lo relativo al refuerzo de las estrategias territoriales para la seguridad, lucha contra el narcotráfico, minería ilegal y corrupción.
¿Requiere, entonces, Colombia una reforma en su estructura político administrativa que fortalezca y redimensione el papel de los departamentos? Todo hace indicar que sí. El interrogante derivado es ¿Qué tipo de ajuste debe aplicarse? Ese es un debate que debe abocarse en el corto plazo y qué mejor escenario para hacerlo que la Misión de Descentralización que creó el Plan Nacional de Desarrollo del gobierno Duque -que tiene un marcado enfoque regional- con el objetivo de analizar las reformas que le permitan al país mejorar la distribución de competencias y recursos de las entidades territoriales, en pos de fortalecer su autonomía y margen de acción. Un análisis que se hace urgente si se tiene en cuenta que de los más de $1.096 billones previstos en dicho Plan para el cuatrienio, el 78% irá a las regiones, especialmente para combatir la inequidad y la pobreza.