- Proyecto recoge y repite viejas frustraciones
- Más acción, menos normas: la premisa clave
Produce desazón y angustia registrar entre los anuncios de las prioridades de la agenda legislativa del Gobierno nacional, otro proyecto de ley contra la minería ilegal.
Es, sin lugar a dudas, un tema fundamental para el país porque la minería ilegal, sobre todo la criminal, está entre los principales responsables de la grave devastación del territorio que padece Colombia. Tan solo en 2018 la acción continua y voraz de personas dedicadas a esa actividad, arrasó una superficie de 65.000 hectáreas en diferentes regiones, fenómeno solo superado, en términos de daño ambiental irrecuperable, por el vertimiento de mercurio y de cianuro sobre fuentes hídricas, otro eslabón macabro de su labor.
La minería ilegal y criminal constituyen una enorme amenaza en especial para los departamentos de Antioquia, Nariño, Cauca, sur de Bolívar y Chocó, en tanto están destruyendo grandes superficies de Parques Nacionales, en particular Puinawai, Paramillo y Los Farallones.
Lo desolador de la iniciativa del Gobierno es que no representa avance ni progreso en la atención y solución de ese gravísimo problema, sino el regreso a las que se han denunciado desde hace varios años como sus causas principales, lo cual ratifica que las poderosas organizaciones que están detrás del negocio le siguen ganando el pulso a las autoridades y han logrado detener y burlar múltiples iniciativas que pusieron en marcha las administraciones Uribe, Santos y la actual para combatirlas.
El proyecto aporta como novedad que se puedan vender o subastar los bienes asociados a estas actividades y destinar lo que se recaude a la restauración de las áreas afectadas. Esto trae a la memoria el decreto 2235 de 2012 que otorgó facultades a la Policía para destruir “in situ” todos los equipos y maquinaria pesada utilizada para explotación y exploración de esa minería. Los operativos demostraron la eficacia de la medida, pero al mismo tiempo desencadenaron protestas y desórdenes en todas las zonas mineras, de tal magnitud y gravedad que en la práctica lograron revertirla y marchitarla.
No es un misterio ni un secreto por qué no avanzan las iniciativas, ni lo que hay detrás de la minería ilegal y criminal, en especial de la del oro. Desde los años setenta las mafias de las drogas utilizan el tráfico de oro para lavar buena parte de sus ingresos y ganancias. Durante décadas trajeron ilegalmente oro de Panamá, Perú, Uruguay y Venezuela. Debido a ello, a la vista de todos, el país mantuvo la vergonzosa condición de exportar más metal dorado del que producía. Lo que ha ocurrido en los últimos años es que las mafias comprendieron que les resultaba mejor y más rentable comprar barato el oro de la minería ilegal y criminal local, exportándolo ilícitamente a través de las rutas del narcotráfico -en aviones privados, en vuelos chárter, con turistas, en vuelos comerciales, etcétera-, con enormes ganancias y con el beneficio adicional de lavar dinero del narcotráfico.
Es una actividad delincuencial extraordinariamente rentable. La producción de oro en Colombia se estima en 40 toneladas al año, de la cual apenas 20% corresponde a las empresas y organizaciones de la minería legal. Considerando el precio promedio de mercado -1.300 dólares por onza- se podría decir que la minería ilegal y criminal mueve el equivalente a 1.200 millones de dólares al año.
La sinergia con el narcotráfico explica también el involucramiento de los grupos armados ilegales. Es, pues, una actividad que adelantan en forma estratégica organizaciones criminales sofisticadas, poderosas y desafiantes, que cuentan con experiencia, dominio territorial, rutas, contactos, armas y grandes redes de apoyo. Su desafío a la autoridad es constante y afrentoso. Ingresan, por ejemplo, en áreas licenciadas y bajo operación de empresas legales. Mineros de Colombia ha denunciado la invasión constante de sus concesiones, no por pocas personas ni mineros arsenales, sino de grandes grupos con maquinarias sofisticadas y dragas de alto alcance.
La gravísima expansión de la minería ilegal y criminal -que afecta a 170 municipios del país- exige atención inmediata con acciones audaces y perseverantes. Según la Unodoc, en el 2019 hubo una destrucción de más de 16 hectáreas por día y Colombia alcanzó la alarmante cantidad de 98.000 hectáreas explotadas a cielo abierto, 51% en Parques Naturales, reservas forestales y otras zonas excluibles.
Frente a este panorama es una quimera esperar que la solución al problema esté en el nuevo proyecto de ley del Gobierno o de otros a consideración del Congreso. Aunque transiten por los mismos caminos de muchos fracasos anteriores, podrían aportar herramientas para facilitar la tarea, pero es mucho más urgente que las autoridades judiciales, militares y de policía fortalezcan su capacidad para realizar operaciones de envergadura, contundentes y novedosas para combatir las organizaciones, obstruir su movilidad, perseguir sus capitales y poner fin a la impunidad, que muchas veces consiguen con recursos sencillos, como cooptar autoridades locales. La única autoridad competente para autorizar los operativos son los alcaldes, que en muchos municipios están a su servicio. Leyes y normas hay y seguramente se podrían perfeccionar. Lo que falta es voluntad, contundencia y más resultados para hacerlas respetar.