* Alcances del aggiornamento
* Falta pedagogía e ilustración completa
A partir de estos momentos, una vez expedida la declaración Fiducia supplicans, firmada por el papa Francisco esta semana, las parejas del mismo sexo podrán ser bendecidas por parte de cualquier sacerdote o ministro ordenado en la Iglesia católica.
Se trata, en los términos explicados por los responsables argentinos del Dicasterio de la Fe, de un contenido al que dan un alto valor doctrinal, luego de ser discutido con los cardenales y las reservas previas de algunos de ellos. Fuere lo que sea, y aparte de las polémicas en el seno de ciertas jerarquías eclesiásticas, a nadie escapa que no solo se tocan nociones que tenían arraigo en la concepción de la doctrina consuetudinaria, inscritas en las enseñanzas católicas proclamadas a lo largo del tiempo, sino que también se consignan dictámenes de otro o al menos de un alcance hasta ahora inédito.
Asimismo, declaración de la cual se desprenden, en consecuencia, nuevas fórmulas dentro de las cuales se pueda practicar la vivencia cristiana. Por lo cual, no pocos le dan carácter de revolucionario al tema en su conjunto. No solo en cuanto a sus derivaciones normativas.
Al cabo, en adelante es posible asistir, para quienes desenvuelven sus relaciones en condiciones diferentes a la heterosexualidad patrocinada por la Iglesia, a la santificación de su compromiso en las condiciones prescritas, en las cuales se bendice a la pareja “irregular”, aunque no al vínculo, gracias a la “devoción popular”. Probablemente esto no tendrá categorización matrimonial, pues consiste de la bendición espontánea en un escalafón diferente al sacramental, según se reitera una y otra vez, haciendo énfasis en las diferencias rituales, pero hay connotaciones similares en el cobijo cristiano, que es lo que a fin de cuentas pretende el documento.
En todo caso, la declaración podría clasificarse, en el sentido meramente pragmático que algunos dan a este tipo de debates, como parte del aggiornamento pretendido por el actual pontífice. Es decir, si se quiere, con base en esa idea popularizada a raíz de Concilio Vaticano II, cuya ruta fue la de “fomentar la vida cristiana entre los fieles, adaptar mejor las necesidades de nuestro tiempo a las instituciones susceptibles de cambio, promover todo lo que pueda ayudar a la unión de los creyentes en Cristo, y fortalecer lo que puede contribuir para llamar a todos al seno de la Iglesia”.
Desde luego, los temas aquí en mención posiblemente se extiendan mucho más allá de lo tratado en aquel largo proceso, llevado a cabo en la década de los sesenta del siglo pasado, incluso, sobre materias tan distintas. Pero no es descartable decir que la nueva adaptación doctrinaria parecería enfatizar esa línea que ahora, a través del aggiornamento resultante de exhortaciones, declaraciones y misivas, entre otros mecanismos diferentes a bulas, encíclicas o concilios, permite un acumulado doctrinal que busca alinderarse, ante todo, con ciertas manifestaciones de los tiempos en curso. Para unos es un procedimiento acomodaticio, para otros populista y para los de más allá, realista. Se entenderá, entonces, el nivel de polémica suscitado. De hecho, no pocos podrían pensar que se está adoptando una especie de neocatolicismo, si cabe el término.
Tal vez por eso se haya suscitado controversia mundial. En un extremo, para integrantes de la comunidad homosexual, por ejemplo, con esta doctrina se han creado escalafones entre cristianos de primera, segunda o demás categorías, puesto que tratar sus relaciones de “irregulares” y simplemente asumir salvedades al respecto, es tanto como haber evadido el asunto, además juzgándolos por anticipado. Por su parte, parejas heterosexuales que también se clasifican en un escalafón irregular, a propósito de no alcanzar las condiciones establecidas de la unión sacramental, han dicho que sus características son diferentes.
En síntesis, si bien es lo que suele ocurrir al modificar temas doctrinales, cuando se trata de aspectos religiosos, la declaración tal vez es en exceso escueta. En esa vía, parecería, en primer lugar, insuficiente pues deja sin responder otros asuntos atinentes y cruciales en la doctrina católica, como la familia o la adopción, y que por tanto tienen altas repercusiones en la materia asumida.
De otra parte, es restrictiva, puesto que muchos podrían estar esperando que temas como estos tuvieran, más allá de un alcance procedimental, un amplio desarrollo en las consideraciones y un soporte valorativo que amerita un documento de mayor envergadura al lacónico método utilizado.
Por último, y como están las cosas, y sin pretender cubrir todas las aristas, resulta claro que hubiera sido benéfica una amplia pedagogía previa y que ahora es indispensable asumirla a posteriori, so pena de caer en las confusiones que en tan pocos días han venido surgiendo.
No creemos que la trayectoria de la Iglesia católica pueda ser dividida en absoluto por etapas, conservaduristas o liberalizantes, como se está haciendo, incluso con amagos cismáticos. Pero es evidente que, además de la profunda crisis de la pederastia (un estruendoso capítulo aún no cerrado), se están pasando épocas en que es menester alcanzar la suficiente y completa ilustración para no caer en arenas movedizas.