Nos siguen robando la tierra | El Nuevo Siglo
Viernes, 14 de Agosto de 2020
  • 500 mil hectáreas para ganadería solo en el Amazonas
  • Invasión de parques nacionales y resguardos indígenas

 

 

En Colombia hay una tenebrosa asociación criminal que se dedica a destruir selva amazónica para la apropiación y acaparamiento de territorios, que dedican principalmente a la ganadería. Con el uso de maquinaria moderna abren trochas, caminos y carreteras, acaban el bosque y en las tierras deforestadas instalan miles de cabezas de ganado. 

Además de ilegal esta es una actividad de muy alto costo, lo que evidencia el músculo económico de quienes la adelantan. Y también un gran poder político, porque hasta ahora ningún gobierno ha logrado controlar esa continua apropiación de territorios baldíos, vitales para la humanidad. Mucho menos se actúa judicialmente contra los perpetradores de esta agresión ambiental, pese al atroz daño que causan: 500 mil hectáreas de selva amazónica destruidas e invadidas en los últimos cinco años.

Colombia asiste pasivamente a la depredación constante y a gran escala de uno de sus recursos más preciados. El fenómeno afecta de manera especial a los Parques Nacionales -con situaciones dramáticas en Tinigua, La Macarena, Paramillo y Chiribiquete-, así como a los resguardos indígenas, invadidos por grandes ganaderos, grupos armados ilegales, mafias del narcotráfico y bandas criminales, que para surtir sus necesidades de mano de obra organizan y financian el movimiento de miles de familias humildes hacia esos territorios, a la vez que impulsan el comercio de tierras y el desarrollo de diversas actividades, legales e ilegales.

Pero no es solamente la Amazonía. La deforestación tiene también alto impacto en la Orinoquia y en la región Andina. Y frentes de actividad muy preocupantes en las regiones Caribe -Montes de María, Serranía de San Lucas y Sierra Nevada de Santa Marta- y en el Pacífico -Chocó, Nariño y Cauca- que ya concentran 9% del total nacional de la destrucción. Igualmente hay una acelerada devastación en el Catatumbo, entre Tibú y Sardinata, en Norte de Santander.

En el caso de los terrenos dedicados a los cultivos ilícitos y a la minería criminal, la destrucción de los territorios antecede a daños mayores, como la contaminación de fuentes acuíferas por el uso intensivo de fungicidas y fertilizantes para la siembra de coca, o por el vertimiento de cianuro o de mercurio para la extracción del oro. Junto a estas fuentes de destrucción, también tiene impacto considerable en muchas zonas la tala ilegal. Una combinación de todos los males, muchas veces a la vista de las autoridades civiles, militares y judiciales.   

La ausencia del Estado y la inoperancia de sus agentes son las principales causas del avance impune de la devastación ambiental. Hay un enorme rezago en la lucha contra los grandes invasores, que van desde ganaderos hasta mafias y grupos armados ilegales. Falencia que ha existido tradicionalmente y subsiste en el actual gobierno pese a que el presidente Iván Duque incluyó la lucha contra la deforestación en las prioridades de su mandato y su política de seguridad. La modesta cuota que planteó -una reducción de 30% para el cuatrienio- y no la deseable que urgen los ecologistas, que el flagelo caiga a cero, se podría leer como una especie de resignación ante la dimensión de la amenaza y el poder de sus protagonistas. A mitad de camino se ha logrado una disminución de la curva de deforestación cercana al 20%, lo cual confirma que si bien hay avances el Ejecutivo todavía anda lejos de la meta.   

En 2019 las autoridades pusieron en marcha la “Operación Artemisa”, una estrategia militar para enfrentar la deforestación, recuperar selva tropical y judicializar a quienes están detrás de la tala y quema de bosques. Se lograron resultados importantes pero ninguna captura de los grandes destructores y, menos aún, frenar el proceso depredador. Pesan desde luego en esta circunstancia las complejidades que se derivan de la presencia de núcleos criminales agresivos, bien armados, con dominio de los territorios e incluso el amparo de una parte de la población. El proceso de paz con las Farc introdujo mayores dificultades a esa lucha, pues los acuerdos incentivaron la expansión de cultivos ilícitos y otorgaron espacios de reconocimiento y legalidad a los campesinos arraigados en las zonas selváticas invadidas. La desmovilización despejó territorios que rápidamente fueron ocupados por los acaparadores y en los últimos tiempos también por las disidencias y otros grupos armados.

El Gobierno creó un Consejo Nacional contra la deforestación y tiene sus esperanzas puestas en lograr acuerdos de conservación con familias campesinas, el pago por servicios ambientales, modelos de reconversión productiva y de gestión tradicional del bosque en las comunidades indígenas. Paradójicamente varias de las más importantes y urgentes acciones para detener la apropiación ilegal de baldíos se derivan de los acuerdos: el catastro multipropósito, que el Ejecutivo adelanta con cooperación internacional, y los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET). Nada más importante y urgente, sin embargo, que fortalecer las herramientas legales y las acciones militares para desarticular las organizaciones que impulsan la toma de tierras y, en el caso de la Amazonía, impedir jurídicamente que se consagre la apropiación de las áreas invadidas, en particular las 500.000 hectáreas devastadas en el último quinquenio. Ese es el desafío que plantea este fenómeno criminal y lo tiene que ganar el Estado.