* Reforma a la justicia, Frankenstein en marcha
* El Presidente debe liberarse de la coyunda
Por desgracia, este es otro de tantos editoriales sobre la actual reforma a la justicia. Hemos publicado varios de ellos desde que se presentó el primer articulado, bajo el título de Contrarreforma. Por desgracia, también, las cosas han ido de mal en peor.
Hemos sostenido reiterativamente que esta, más que del presidente Juan Manuel Santos, es una reforma de otras manos. No solo en el Gobierno, sino particularmente del Congreso. Y no solo del Congreso, como institución, sino de los parlamentarios que la están usando para desbrozar la Constitución de todo lo que les incomoda y les supone control.
De lo que se anunció en un principio ya no queda nada. De la idea de que se haría una reforma por consenso, particularmente con el concurso de las Cortes, se ha pasado a una realidad completamente diferente.
El hecho fehaciente es que no es una reforma para descongestionar o mejorar la justicia, sino un sinnúmero de incisos que al ciudadano común no interesan, ni tampoco hacen parte de una justicia más expedita y moderna. En una buena proporción, por el contrario, significa la modificación al régimen del congresista, estipulado en la Constitución de 1991, y la situación jurídica de los aforados.
No se entiende, en primer lugar, por qué el régimen de pérdida de investidura, en el Consejo de Estado, favorable al mejoramiento de las costumbres políticas en Colombia, se destroza al determinarlo por instancias y volver sus sanciones graduales, hasta el punto del desfiguramiento irreversible.
Al menos diez veces, en intentos de reforma presentadas por el Congreso desde que está vigente la Constitución, se ha querido lo mismo y diez veces esas pretensiones fueron abrumadoramente derrotadas. Ahora, furtivamente, quieren meter gato por liebre, con la única diferencia de que es el Gobierno el que está dando el aval para el estropicio. De esta manera va a quedar el Ejecutivo cohonestando algo que de seguro el presidente Santos no quiere, pero que por el arte de birlibirloque de los incisos en el Congreso está terminando por aceptar.
Todavía peor son otros aspectos de la reforma. Ella, asimismo, pretende proteger a los parlamentarios contra la detención preventiva, buscando inmunidades que no tienen por qué tener. Todo ello, claro, en contravía de las facultades de la Corte Suprema de Justicia, castigada de forma lesiva así por cuenta de sus investigaciones de la parapolítica y otros casos de corrupción parlamentaria.
Y todos esos cambios de procedimientos producen, de un lado, lo que muchos parlamentarios pretenden: borrar las sanciones, penales y disciplinarias, anteriormente impuestas por la Corte y el Consejo de Estado, bajo el principio de retroactividad y favorabilidad cuando se cambian las normas correspondientes. Y de otro lado, blindarse hacia adelante.
No contentos con estas maniobras, los parlamentarios prohíben además su investigación disciplinaria por parte de la Procuraduría. Y de colofón se ordena que ellos mismos sean los que, en una ley alternativa o en el Reglamento interno del Congreso, legislen sobre el tema, demostrando una benevolencia supina con el propio control y ejercicio de su cargo.
De otra parte, se insiste en quitarle a la Corte Suprema de Justicia su capacidad de investigar y juzgar a los congresistas, dejando todo el asunto en otras instancias improcedentes y configurando salas extracurriculares para poner cedazos.
En otro aspecto, aparte de las perlas de ceder la justicia en notarios y abogados sin jurisdicción, en vez de producir el acto administrativo correspondiente al nombramiento de jueces, también se busca la erosión de la autonomía de la justicia bajo la creación de instituciones intermedias para tramitar el presupuesto.
Posiblemente el ciudadano de a pie no entienda mucho los intríngulis antedichos. El corazón del tema, sin embargo, consiste en generar un prevalecimiento del Legislativo y el Ejecutivo sobre la Justicia, fracturando en materia grave el equilibrio de poderes en Colombia. Como se sabe, precisamente, las constituciones desde Montesquieu, son un mecanismo de control. Bajo ese criterio se fundó el sistema liberal, no en su sentido partidista, como pilar de las democracias. Sistema que consiste, justamente, en que ninguna rama del Poder Público prevalece sobre la otra, fruto de eliminar las monarquías. Al contrario, podrían interpretar algunos que la alianza Ejecutivo-Legislativo no puede llamarse ya Unidad Nacional, sino alianza intempestiva y velada para romper las vértebras constitucionales.