- Otra vez el régimen
- Es hora de la acción
Don Miguel Antonio caro solía decir que no son las instituciones sino los hombres que las dirigen el problema de la ética en la democracia. Esto es así, ciertamente, en la medida en que nadie constituye un aparato institucional a fin de que se pueda delinquir. De modo que el tóxico no es ciertamente institucional, sino los mecanismos humanos para torcer las instituciones en favor del provecho propio.
Es más o menos aceptado, desde la época de la Ilustración y básicamente sobre los postulados de Rousseau, que la democracia es una formulación abstracta de acuerdo con la cual cada individuo se desprende de su interés particular para aglutinar el interés general. Eso es, desde el punto de vista conservador, lo que se llama la búsqueda del bien común. En la óptica liberal, devenida del mismo concepto general, de lo que se trata es de agrupar la mayor cantidad de intereses sectoriales dentro del colectivo social.
El precepto conservador, es decir la búsqueda del bien común, tiene como acicate una conducta ética colectiva que impida distorsionar las razones para las cuales fue creado el Estado. Las condiciones por las que pasa Colombia, en las que hay un desmayo de la ética en los propósitos estatales, lo que hace es erosionar de modo gravísimo la confianza ciudadana porque se desdice, por completo, de las razones fundantes del interés general sobre el interés particular. O sea, que se toman las instituciones, como se dijo, para derivar todo tipo de canonjías, enriquecerse protervamente y maltratar el delicado andamiaje de las instituciones.
Para Kant, asimismo, no solamente los individuos eran seres morales, sino igualmente el Estado. Ese Estado moral, pues, debía distinguir fehacientemente lo positivo de lo negativo, o el bien del mal. Al mismo tiempo, la ley debía producir un “deber ser” que protegiera a las instituciones de las vicisitudes del “ser”.
Esta acepción igualmente conservadora, tenía, como en Kant, de fundamento a la ética. Una ética, sin embargo, no solamente instituida a partir del Estado moral sino de la ética social.
Para lograr el escenario anterior, asimismo una ética más allá del Estado, parecería, a todas luces, indispensable el logro de una cantidad de insumos sociales en ese propósito. Para ello, precisamente, es que existen la cultura y la civilización a fin de obtener, de alguna manera, seres humanos con capacidad de discernimiento y con las posibilidades de generar juicios de valor sobre el mundo circundante. Es así como, en buena medida, se llega a algo tan difícil de conseguir como la conciencia política. Que es, por descontado, una condición prerracional que se obtiene a través del acumulado social penetrado de los insumos culturales y civilizadores antedichos.
En el caso colombiano y frente a lo anterior, Álvaro Gómez pregonaba que el problema de nuestro país estaba, no en la creación de instituciones, sino en la confabulación del régimen que conspiraba contra ellas. Un régimen, a su vez, soportado en las complicidades, fruto de la erosión de la ética y no en las solidaridades ideológicas o programáticas. De tal modo, desde el mismo Estado, a través de las heridas inferidas al bien común, se creaba una conjura para diezmarlo y derruirlo.
El gigantesco y patético caso de corrupción que hoy se evidencia en el país, a raíz de los escándalos de Odebrecht y del fiscal anticorrupción, Luis Gustavo Moreno, pone claramente sobre el tapete las conexiones del régimen y las complicidades que lo soportan. La coyunda establecida entre los diferentes sectores estatales e inclusive entre el sector público y el privado, demuestra que esto no puede seguir así, salvo que se acepte como doctrina la cooptación del Estado en contra del bien común y el interés general.
Eso que se sospechaba pero que hoy es una radiografía de lo que está ocurriendo en las tres ramas del poder público, con la justicia desbordada por las corruptelas como último dique de contención, vuelve a evidenciar, aún con mayor énfasis, la tesis de Álvaro Gómez de que el reto es derribar al régimen y libertar las instituciones. No es hora de la estupefacción y la melancolía, sino de la acción.
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