- La visita de Su Santidad, Francisco
- Dediquemos nuestros corazones a escuchar
Muchas veces se olvida, a propósito de la visita de Su Santidad Francisco a Colombia, que para los católicos el papa es el representante de Dios en la tierra y el heredero milenario de San Pedro. Esa es, ciertamente, la certeza que debe animar a los colombianos cuando, al llegar a Bogotá la semana que entra, Francisco haga su tan esperado arribo a estos linderos profundamente enraizados en las imperecederas doctrinas de Jesucristo y el dogma iluminante. Lo cual antetodo quiere decir que de su presencia debe nacer una convocatoria esencialmente espiritual.
Podría decirse, por tanto, que la visita papal lleva en pos de sí una natividad espiritual. O al menos una renovación del espíritu, siempre necesitado de ejercicio, alimento y temple. Y por eso los católicos colombianos estamos de plácemes, al igual que ocurre cada año cuando se suscitan los sentimientos y pensamientos más nobles en torno a la celebración del nacimiento de Jesús. A ello, por supuesto, están invitados todos aquellos que incluso no comparten las mismas concepciones o doctrinas, porque se trata, ciertamente, de una convocación en torno de los valores sustanciales y profundos de lo humano y los postulados siempre vigentes de la salvación. Es decir, un llamamiento a ratificar el sentido trascendente del ser, en su componente de cuerpo y alma, desprendido por lo demás de los elementos eminentemente terrenales, en particular aquellos derivados del consumismo a rajatabla o las menudencias de la política y el poder, todos a una derivados del materialismo epidérmico, tan a la orden del día dentro de las evidentes realidades circundantes y las incidencias del mundo contemporáneo.
Desde luego, viene Su Santidad a expresar el hondo y nítido contenido de lo católico en momentos en los que la religión ha recuperado el espacio que había perdido, a objeto de la deificación de lo meramente terrenal. Esto en virtud de la propia evangelización que el Pontífice practica y enseña a lo largo y ancho del mundo, inclusive en los lugares más inhóspitos y riesgosos, con un valor y una humildad sin pares. En ese sentido, uno de los grandísimos valores del cristianismo, no como filosofía, sociología o trayectoria histórica, sino en su carácter netamente religioso y espiritual, consiste en predicar y aplicar el amor como núcleo primordial de la humanidad. Amar a Dios y al prójimo como a ti mismo es el axioma fundamental del cristianismo revelado dentro de los diez mandamientos. Lo que es, al mismo tiempo, el factor diferenciador de las demás religiones o de las filosofías orientales que suelen confundirse como tales. De esa sencilla norma de conducta, soporte de la fe católica y cristiana, se desprende la gigantesca estructura que ha dado curso a la civilización occidental y que ha penetrado en otros lugares del orbe de una manera decisiva en la configuración del mundo y una buena proporción de sus habitantes, a través de los milenios, hasta la actualidad.
Desde luego, como toda circunstancia en la que participan los seres humanos, el recorrido ha tenido aciertos y falencias, mucho más bajo la égida cristiana de la tierra como el “valle de lágrimas”. Pero no dudamos en lo absoluto en que, desde los tiempos vernáculos al presente, ha primado la bonhomía por cuenta del fondo y las formas adecuadas en el dogma y la doctrina católica. Es decir, a diferencia de otras conceptualizaciones altisonantes que proclaman la proclividad de la especie humana hacia el mal, el cristianismo ha sabido exaltar y decantar la tendencia hacia el bien, aún en medio de las más grandes hecatombes. Y esa es, en buena medida, la magna obra del catolicismo como canalización de la semejanza divina que, con base en el amor a Dios y al prójimo, se revela en la humanidad en cada experiencia individual. Sobre la base, valga reiterar, de que la imitación de Cristo es una vivencia personal, en procura de la trascendencia del ánima, y no un factor ideológico, político o de cualquier otra índole, desde luego con sus consecuencias positivas sobre el colectivo inmediato, comenzando por la familia biológica, la familia cristiana y la familia social.
No hay a su vez, hacia el futuro, ningún predicamento a la vista, ni por los avances de la ciencia o la expansión de la cultura, que comporte una fuerza motriz de tales características. Y es seguramente por eso que el catolicismo se constituye, hoy más que nunca, en la voz de la esperanza. Esa esperanza, aquí y ahora, plenamente audible y serena en la portentosa palabra de Francisco. Preparemos pues nuestros corazones a eso: ¡a la intimidad de escucharlo sin más!
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