Hispanoamérica conserva en la memoria colectiva el vivo recuerdo de la visita del Papa Benedicto XVI al Brasil en 2007, evento conmovedor en el cual expresó que somos la zona del planeta que cuenta con mayor número de católicos, en donde prevalece una gravísima insolidaridad, desigualdad social y enormes problemas de degradación moral y dolorosa presión que empujan al delito a la población juvenil y marginal de las favelas. En las grandes urbes de Brasil, bandas de criminales unidos por la violencia y el vicio someten a la población a vivir baja la dictadura del mal, de la violencia, en donde se paga protección, en medio de la barbarie opresiva de esos desalmados, por cuanto en la barriadas infectas no impera el orden y la ley, no ingresa la policía sino en ocasiones especiales de batidas contra el crimen organizado. Así que las pandillas se disputan el territorio urbano a muerte. Los niños son reclutados para utilizarlos en sus empresas criminales, las muchachas se las entregan a proxenetas y pervertidos que comercian con ellas. Entre tanto, la población crece, se multiplica y las barriadas se extienden incontenibles por todo el país. Lo que, es preciso reconocerlo, intentó modificar Lula da Silva desde el gobierno. Él entendió que la lucha contra la pobreza y la marginalidad eran esenciales para elevar la condición humana, material y productiva del país. Y combatió la pobreza aliado a los economistas y empresarios conservadores que hicieron desarrollo y grandes campañas para incorporar millones y millones de seres a una vida digna y próspera.
Se dirigió Benedicto XVI en Brasil al clero, para dar sus instrucciones con fundamento en el legado del Redentor, entonces dijo textualmente: “dar la vida en Cristo y hacerse discípulos de Cristo, sabiendo que todos queremos tener la vida, pero la vida no está completa si no tiene un contenido dentro de sí, y además una dirección hacia la cual caminar. En este sentido responde a la misión religiosa de la Iglesia y abre asimismo la mirada a las condiciones necesarias para las soluciones a los grandes problemas sociales y políticos de América Latina”. Y agregó: “La Iglesia como tal no hace política -respetemos la laicidad- pero ofrece las condiciones en las que una sana política, con la consiguiente solución de los problemas sociales, puede madurar. Por lo tanto queremos hacer a los cristianos conscientes del don de la fe, de la alegría de la fe, gracias a la cual es posible conocer a Dios y conocer así también el por qué de nuestra vida. Los cristianos pueden ser de ese modo testigos de Cristo y aprender tanto las virtudes personales necesarias, cuanto las grandes virtudes sociales: el sentido de la legalidad que es decisivo para la formación de la sociedad. Conocemos los problemas de América Latina, pero queremos movilizar justamente aquellas capacidades, aquellas fuerzas morales que existen, las fuerzas religiosas, para responder así a la específica misión de la Iglesia y a nuestra responsabilidad universal por el hombre como tal y por la sociedad como tal”. En esos párrafos se encierra el contenido profundo y gratificante del mensaje cristiano.
La figura frágil, tímida y delgada del Papa Benedicto XVI es la de un sacerdote sumergido en la cultura y la filosofía, de aspecto similar al de un sensible poeta y filosofo de los tiempos del romanticismo al que el perfume de las flores parece embriagar, que debió enfrentar ligeramente encorvado por las más duras aflicciones, reflexiones y los informes sobre las desgracias de sus seguidores de toda condición social y el peso de los años, como de la enfermedad, una de las tormentas más duras por la crisis en las filas del sacerdocio y la despiadada e hipócrita campaña de los enemigos de la Iglesia por desacreditarla. Hasta que resolvió renunciar en medio del estupor general y retirarse a meditar y orar.
Lo sucede el Papa Francisco, el Papa hispanoamericano, que comparado con su antecesor es un torbellino de energía, contrario al protocolo, abierto de corazón, sensible por naturaleza, formado en las grandes meditaciones de los Jesuitas, en su férrea disciplina, en el voto de pobreza, en el compromiso con los desamparados, empeñado en hacer del Evangelio un mensaje actual y de redención, según los cánones morales de los cristianos primigenios. Un volcán de sentimientos y sensibilidad social, que sigue la línea de su antecesor con voz fuerte y pasión. El Papa Francisco se identifica con los anhelos y las esperanzar por un mundo mejor para las gentes de toda condición que lo reciben con respeto y afecto en Brasil. El Papa Francisco insiste en mostrar el desquicio de la economía mundial, que por la codicia sin límites en la jungla internacional de los negocios, pone en riesgo a la sociedad por la crisis y el desempleo. El Papa convoca a la gran empresa de la esperanza a los jóvenes: “Vayan más allá de las fronteras de lo humanamente posible, y creen un mundo de hermanos y hermanas”. Se trata de la revolución de la solidaridad cristiana.