Son muchos, desde luego, los beneficios institucionales y sociales que, a partir de su proclamación, hace 25 años, ha traído la Constitución a los colombianos. Basta, entre otros, con el informe dominical de este diario en el que se entrevista, a propósito de este aniversario, a los magistrados de la Corte Constitucional donde coinciden en la estructuración, materialización y asimilación del Estado social de derecho como eje del nuevo orden. Y ello se logró por consenso, sin sectarismos, lejos por supuesto de la anarquía, el desconcierto y el federalismo desorbitado de la Constitución de 1863, expedida en Rionegro, población donde paradójica y forzadamente se llevó a cabo, ayer, el onomástico de la Constitución de 1991.
Más valió, en ese caso, haberlo hecho en El Cabrero, la casa cartagenera de Rafael Núñez, porque si bien la Carta del 91 derogó simbólicamente la Constitución de 1886, la verdad fue que la incorporó en la gran mayoría de sus cláusulas y con eso es suficiente dentro del espíritu constitucional contemporáneo. Todavía es Núñez, desde luego, el pensador y político más importante nacido en tierras colombianas, quien pese a la confabulación anárquica de los “rionegreros”, herederos del populismo decimonónico, pudo salvar, hasta hoy, la unidad nacional que permanece intacta y en los mismos términos de entonces, con el presidente como enseña de la República unitaria que tanto combatieron y dejó al país moribundo.
En principio, vale decir que la Carta de 1991 no fue producto del adanismo. Fue, por el contrario, el resultado de un largo trayecto y un acumulado de ideas, algunas desestimadas previamente por vicios de forma en su trámite, entre ellas: la planeación, el sistema acusatorio, la autonomía de la justicia, las cláusulas ambientales, la elección popular de dignatarios regionales, la designación de jueces de paz, las normas contra la tramitología estatal, iniciativas de Álvaro Gómez Hurtado en los años setenta y ochenta. También el derecho de amparo (acción de tutela) propuesto por Alfonso López Michelsen en 1977 y, en tal sentido, una jurisdicción especial a fin de inscribir y proteger los derechos fundamentales bajo un organismo prevalente, la Corte Constitucional, planteada desde 1968 por Carlos Restrepo Piedrahita. Asimismo, el cambio de la cultura electoral con la doble vuelta presidencial, de Misael Pastrana Borrero, abriendo la vocación de poder a nuevas vertientes políticas y a las coaliciones. Al igual que se formalizó la democracia participativa insinuada en el gobierno de Virgilio Barco. Había, de otra parte, un consenso en torno a la restricción de las leyes marciales, que venía planteando Belisario Betancur, como el combate de la inflación a partir de un Banco de la República independiente -prohibiendo la emisión- y la expansión de la inversión social con asignaciones gradualmente crecientes del presupuesto nacional.
Ello, claro está, respondió a la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la época que abrió el camino, entonces extraordinario y con cierto sentimiento de culpa por su rigorismo previo y excesivo, de la Asamblea Constituyente. En efecto, acorde con el fallo, la nueva Carta debía convertirse en un tratado de paz con base en la doctrina de Norberto Bobbio, que el mismo tribunal convirtió en jurisprudencia. Y que consiste en que toda Constitución es, de fondo, no un tejido de normas sino un pacto de convivencia entre los asociados.
Así, la paz constitucional como derecho y deber de obligatorio cumplimiento, base de la doctrina Bobbio, está por supuesto lejos de agotarse con la sola inserción de fuerzas irregulares, tan solo un factor indirecto. Es más, el objetivo central de su tesis no se refiere exclusivamente a la resolución del conflicto armado, que bien llama la paz negativa con sustento en la definición de ella como un estado de “no-guerra”, sino en particular a lo que denomina la paz positiva, portadora de valores y expresión nítida de la sociedad civil. De hecho, trayendo a cuento a Kant, Bobbio dice que la paz es solo la condición preliminar para la realización de la libre convivencia, es decir, presupuesto y no resultado. De modo que esta es siempre una potencialidad, que busca realizarse y perfeccionarse, en vez de un estado de cosas inamovible. ¿Qué tanto se ha avanzado, en los últimos 25 años, en un tratado convivente en tal sentido?
A pesar de los factores positivos reseñados, los problemas estructurales por los cuales fue convocada la Constituyente siguen vigentes. Nadie dudaría del gigantesco desgaste, como es hoy de bulto en las encuestas, de un Congreso que en vez de ajustarse incrementó sus vicios; de una justicia que, subyugada por el electorerismo, perdió su norte; de un Ejecutivo que, como método de administración, se aferró al toma y daca de los cupos indicativos.
En efecto, al cumplirse 25 años de la Constitución de 1991, las tres ramas del poder público se encuentran en entredicho o al menos así lo dicen mayoritariamente los sondeos. No es culpa de la Carta, distorsionada paulatinamente en sus cláusulas, pero sí de quienes quieren camuflar el descuaderne institucional en el altar del statu quo y que, negándose a la reforma, también la impiden en los términos que ella misma contempla de modo legítimo, por fuera del Parlamento, como salida a la decadencia. Fuere lo que sea, no se da hoy el tratado de paz positiva planteado ni por Bobbio, ni por la Corte Suprema, ni por la misma Constitución. Ella quedó, efectivamente, coja, en obra gris y en manos de quienes la contrarreformaron.
¿Hasta cuándo?