¿Quién es el terrorista? En una sociedad plenamente decidida a progresar y madurar, la pregunta sería superflua por ser tan obvia su respuesta. En la nuestra, el representante más vil e impenitente de una organización asesina, secuestradora y sanguinaria pudo, luego del generoso indulto, darse el lujo de asediar sin escrúpulos a una Colombia azotada por la pandemia. Pudo correr las líneas éticas estrepitosamente, imponiéndose como el sucesor de un caballero y estadista del talante de Iván Duque Márquez, para viajar por el país con nuestros impuestos, ostentando las viejas banderas del sangriento intento revolucionario como si se trataran de banderas de la paz. No niego que las personas pueden cambiar, y no son pocos quienes han dejado atrás el terrorismo para construir vidas dignas de admiración, pero el actual presidente refuta a diario cualquier sospecha de arrepentimiento. Siendo así, ya nadie puede negar quién nos gobierna, y quienes se rehúsan a reconocerlo promueven la ignorancia cómplice que nos ha llevado a esta catástrofe.
Buscando un antídoto a la ignorancia cómplice del siglo dieciocho, el filósofo alemán Immanuel Kant definió la ilustración como “la salida del hombre de su condición de menor de edad de la cual él mismo es culpable.” Su intención, como la de Bolívar, Santander, y los demás próceres de nuestra América, era promover una sociedad cuyos participantes pudieran definir sus propios valores, prioridades y aspiraciones mediante el libre pensamiento y la conversación pacífica, logrando así conciliar sus proyectos de vida con el servicio al prójimo y el respeto a la ley.
En este contexto, el deber del Estado es el de ampliar las posibilidades de pensamiento y acción en una sociedad que conduzcan a mayor prosperidad, colaboración y justicia, así como de proteger a la sociedad contra quienes la amenacen a partir de la violencia. En el escenario colombiano, las guerrillas totalitarias no han sido inocentes víctimas del estado, sino enemigas abiertas de la sociedad, cuya intención ha sido reemplazar al estado para someter a los colombianos.
Por otro lado, Kant afirmaba que el deber del individuo ilustrado es contribuir a la sociedad a partir del pensamiento crítico dentro de lo permitido por la convivencia pacífica y la ley. “¡Razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!” Esa era su consigna.
El petrismo es la antítesis de la ilustración porque es enemiga tanto de razonar como de obedecer. Sus mayores enemigos son los defensores del razonamiento crítico, como lo son los medios de comunicación y los políticos opositores que no se dejan sobornar. Sus mayores referentes son los enemigos de la ley, como lo fueron el M-19 y las Farc, como lo son las actuales disidencias y el Eln, como lo son los integrantes violentos de la primera línea y las repugnantes autocracias de Venezuela, Cuba y Nicaragua. Cuando denigra a la libre expresión como si fuera violencia y trata a la violencia como forma válida de expresión, el petrismo exalta a los criminales violentos como si fueran presos políticos y criminaliza a los valerosos periodistas que mantienen viva la antorcha de la verdad.
Según la Real Academia Española, el terrorismo es la “actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos.” Esa ha sido la vida política de Gustavo Petro Urrego, quien al acusar de terrorista al presidente Duque, emplea una vieja táctica del propagandista nazi Joseph Goebbels: acusar al adversario de aquello de lo que uno es culpable.